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    Libros | El prestamista, de Edward Lewis Wallant

    El prestamista (1964), de Sidney Lumet

    EL SABOR INCONFUNDIBLE DE UNA LÁGRIMA

    crítica de “El prestamista”, de Edward Lewis Wallant | Libros del Asteroide

    La pesadilla roja se adhiere a los sueños del prestamista, un hombre mayor pero de edad difusa que regenta una tienda de empeños. Nueva York acoge una cabalgata de personas que sobreviven al tedio mismo de la ciudad, existente a ratos, a través de millones de ojos que miran a su alrededor con la frialdad de una bestia disecada; sin remordimientos ni pasión, sabedores de que la vida seguirá aun cuando hayan tocado techo más allá de los años 60. Decenio que se intuye como una turbina absorbente, mientras los dólares del viejo Sol Nazerman proporcionan algo de oxígeno a cambio de vajillas, pitilleras, joyas o bisutería, ropa más o menos apolillada, ostentosos juegos de ajedrez y cualquier cachivache inusual. Recuerdos arrebatados que convierten al prestamista en (tímido) culpable de un crimen cuyo móvil psicológico —por aquello de la proyección— se remonta a la Segunda Guerra Mundial, concretamente en el bando de los nazis, en el epicentro de aquel genocidio antisemita que se llevó por delante todo atisbo de felicidad, o esperanza, o alegría o capacidad de perdón. El Holocausto acabó con 6 millones de judíos, pero, al mismo tiempo, abrió una herida imposible de restañar e hirió mortalmente a los que sobrevivieron: una caída lenta y tortuosa. La ironía, además, fue doble: los muertos descansaban ya tras un largo horror, torturas físicas y psicológicas que sólo encontraban argumentos en las mentes enfermas de sus instigadores, mientras que los vestigios humanos de aquel crimen tendrían que soportar por siempre el peso del trauma.

    Estamos, sin duda, ante el más fatídicamente popular de los episodios de la Historia contemporánea. Asqueroso y necesariamente sabido gracias -sobre todo- al cine, que nos ha transformado en protagonistas forzosos de esa lucha por el poder que libraron dos potencias militares como Alemania (dentro del Eje Roma-Tokio-Berlín) y la Unión Soviética (aliada momentáneamente con otro gigante bélico: Estados Unidos). De algún modo, la sobreproducción de obras que versaban sobre el Holocausto y sus circunstancias vacunaron al público, engañado por el melodrama en pantalla grande. A fin de cuentas sólo podemos impostar ciertas emociones, un cierto grado de complejidad por un tema que todavía hoy (des)conocemos. Quizá sobren fechas y falten historias. Acercamientos a una realidad que sólo es viable en las páginas impresas, en los libros. En la mejor literatura. Son retazos, monotonía, sopor, incredulidad, miedo, escepticismo. Todo eso reúnen la prosa de Edward Lewis Wallant y su prestamista, un hombre que sobrevive con la frialdad de un cadáver prematuro. Deseado o no. Querido o no. Casi nunca soportable. Porque Sol Nazerman es un superviviente en Nueva York, se relaciona a zarpazos verbales, con aspereza y mucho desdén. Apenas una sencilla mujer se declara "admiradora" de ese dolor mudo que, por supuesto, calla y reconcentra como un explosivo. En East Harlem se localiza su negocio, y allí se integra también la acción de El prestamista, segunda novela del memorable Edward Lewis Wallant, autor de escaso recorrido —culpa de esa tiparraca insobornable que es la muerte— pero con un legado portentoso.

    El prestamista (1964), de Sidney Lumet

    Poco antes de comenzar a escribir la presente novela, en 1959, Wallant ya había mostrado sus aptitudes como escritor con The Human Season. Deudor del clasicismo menos opulento, Lewis Wallant poseía el don para la narrativa: su estilo —por forma y por intenciones— fundía toda una gama de matices en torno a un paisaje hermético, desde donde parten hombres cuyos demonios se adivinan tan nefastos como fundamentales para comprender el sentido del drama. Huelga decir que el prestamista es alguien que no espera nada porque desconfía de todo el mundo, en tanto que deja entrever ligeros signos de apertura, acaso un cariño resistente a la oxidación propia del tiempo. Aun así, las pesadillas que sufre le generan un malestar asfixiante; le obligan a recuperar imágenes de matanzas casi medievales, pero cercanas al ecuador del siglo XX, en las que dos o tres soldados nazis torturan a un judío que recién se había escapado del campo de concentración y al cual conducen nuevamente hasta la valla electrificada mientras un sanguinario perro le pisa los talones y le engancha con toda la potencia de su mandíbula y convierte el cuerpo de ese secuestrado en jirones de carne y líquido carmesí, antes y después de chamuscarse en el tendido eléctrico como una sucia pegatina que se desprende sin más; sin fuerza, sin rabia, sin brillo. Fin del juego. Risotadas nazis, impacto súbito para el expectante —y espectador— Nazerman, marcado con un siniestro número de serie . Por judío, por perdedor. Por "Heil Hitler!, Mein Führer". Por maldad. Porque sí.

    Leo capítulos que transcurren a medio camino entre el letargo y la decepción absoluta. Escenas que surgen por inercia rutinaria, provocando estupor. Wallant escribe diálogos que marcan a fuego, que subyugan cuando imaginas la distancia emocional que hay entre ese comerciante y "el resto". Así, cuando el lánguido prestamista queda con Marilyn Birchfield, tienes la certeza de que sus dardos serán no sólo injustos sino detonantes del silencio. "Tendrías que ir a la cárcel por necrofilia: es obsceno amar a un muerto", le dice Nazerman secamente. El mundo es asqueroso, piensa, ya que así lo constató al presenciar la violación de su mujer por parte de un oficial nazi. La gente es vomitiva. Todos dan asco: las putas sidosas, el detritus de Harlem, los fósiles decrépitos que se arrastran por las aceras. Y ríe; ríe y llora desesperado cerca del final. Ni siquiera hay esperanza para ese joven negro, el tal Ortiz. Sol no regatea, se regatean los clientes a sí mismos. O lo tomas, o adiós. Y ríe; se parte de risa tras haber atendido a un cliente con la cara deforme, probablemente sin mandíbula, un adefesio que a duras penas si logra articular una palabra inteligible. Y ríe, y sueña con demonios, con fuego, con cenizas. Y sus noches concluyen en la Oscuridad. Y entonces, sólo entonces, vuelva a ser la víctima del eterno flashback. El superviviente, ay, que hubiera preferido morir, el hombre que levita con los pies en el suelo. La modesta (o no) creación de Edward Lewis Wallant, cuyo andamiaje artístico —según apunta Eduardo Jordá en el prólogo de esta novela— parecía refractario a la pompa de la Generación Beat y al show business editorial. Tres años después de su publicación, en 1961, Sidney Lumet imprimiría en celuloide las andanzas de unos personajes vívidos. Los protagonistas, interpretados por Rod Steiger y Geraldine FitzGerald, destilaban un desasosiego similar al de la prosa del escritor nacido en Connecticut, quien no llegó a ver dicha adaptación cinematográfica. Había completado su epílogo el 5 de diciembre de 1962. Pero él, como Sol Nazerman, sabía que "el dinero era lo más importante después de la velocidad de la luz".

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    El prestamista
    de Edward Lewis Wallant.
    Libros del Asteroide | 362 páginas.
    ISBN| 9788415625483.
    formato| rústica | 12.5x20 cm.
    traducción| Eduardo Jordá.
    precio| 21.95 euros. Ebook 12.99.
    «De entre la última generación de grandes novelistas, el más influyente todavía es, en mi opinión, J. D. Salinger y el más prometedor fue, quizás, Edward Lewis Wallant, que murió tan joven.» Kurt Vonnegut
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