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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Klondike

    || Críticas | Mostra de Valencia 2022 | ★★★★★ |
    Klondike
    Maryna Er Gorbach
    El espanto último


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia|

    ficha técnica:
    Ucrania, Turquía, 2022. Dirección, guion y montaje: Maryna Er Gorbach. Fotografía: Svyatoslav Bulakovskiy. Música: Zviad Mgebry. Reparto: Oksana Cherkashyna, Sergey Shadrin, Oleg Shcherbina, Evgeniy Efremov, Oleg Shevchuk, Artur Aramyan. Producción: Kedr Film, Protim Video Production. Duración: 100 minutos.

    «Oh sí; las madres lo saben muy bien: cada niño se duerme de una manera distinta.
    Pero todos, todos se quedan
    con los ojos abiertos.
    Ojos abiertos, desmesurados en el espanto último»
    (Dámaso Alonso; Preparativos del viaje)


    El niño, como he dejado escrito muchas veces, antes de nacer tiene la mala costumbre de traer consigo la promesa de un mundo nuevo e impoluto. De ahí los denodados esfuerzos por salvar a las mujeres embarazadas con sus hijos nonatos y prestísimos para la muerte que leemos en, por ejemplo, El humo de Birkenau de Liana Millu. De ahí que cierto cine extremo contemporáneo, de Lars von Trier a Gaspar Noé, guste mucho de coleccionar niños muertos, niños abortados, cadáveres y cadáveres de niños que ponen a prueba la fotogenia del cine, el estómago y la respiración del espectador, y a la vez, nuestra creencia en el futuro.

    Klondike (Maryna Er Gorbach, 2021), que será sin duda una de las películas del año, tiene esa capacidad salvaje para leer el presente y el futuro a partir de los niños que nacieron a destiempo o que incluso no hubieran debido nacer nunca. Su película está delimitada por un movimiento fílmico casi central —la panorámica en 360 grados, la mirada que gira sobre su eje desvelando lentamente la ruleta rusa y ucraniana de la guerra—, una mirada infantil, la mirada de la niña que gira sobre sí misma una y otra vez, con toda su fuerza, hasta marearse y caer al suelo. La mirada de los niños que giraban en torno a las piras de cadáveres durante la peste negra europea y se inventaban alegres y perversas cancioncillas para recordar que todos, absolutamente todos, estaban en las puertas de la muerte misma.

    Los niños no nacidos giran sobre sí mismos, y luego están los otros, los que fueron niños y ahora recorren Ucrania derribando aviones, disparándose entre sí, encerrándose en sótanos y torturándose, matando vacas, bañándose en sangre y prometiéndose cosas. Reconozco que, en el primer visionado, la película me resultó tan opaca que la dimensión misma de la guerra parecía universal, imparable, incomprensible, como si el acto mismo de que la gente estuviera presta para matarse no tuviera más sentido que el de las cosas rotas que quedan al otro lado del lenguaje. Por supuesto, hay una ira descomunal que mueve a cada personaje en ese tremendo tablero de ajedrez indescifrable que resulta ser la frontera ruso-ucraniana, una imposibilidad de comprender qué ocurrió con precisión en el derribo militar del funesto vuelo 17 de Malaysa Airlines y en quién recae la responsabilidad de los 298 pasajeros acomodados en el espanto último, fosas comunes, flores secas, hiedra trepando en el fuselaje. La película no tiene líneas de interpretación premarcadas, ni esos repugnantes créditos del final de las «reconstrucciones históricas» que se empeñan en volver a decir todo lo que ya debería estar dicho en la película pero que, por falta de ganas o de talento, se arroja apresuradamente para remachar un metraje cojitranco. En absoluto. Klondike está prendiendo fuego a toda velocidad en cada plano a las estancias más confortables de la Historia y así, parece lógico, cuando uno sale de su proyección, desearía no tener más que escuchar el célebre silencio de la paz perpetua. Su mirada sobre el ser humano es tan inmisericorde y asfixiante que no se sabe qué pensar sobre ese embarazo que anima la frágil trastienda melodramática del relato.

    Por un lado, decía, la escritura del plano en forma de ruleta. Por otro, el uso constante y desgarrador del formato de imagen. Maryna Er Gorbach tiene un control absoluto sobre la composición panorámica, diseñando con una precisión demoledora un conjunto de líneas y elementos de fuga compositivos que llevan el uso de la profundidad de campo a otro nivel. En esta dirección, es curioso como lo que podría haber sido una simple anécdota narrativa —la destrucción de una de las paredes de la casa familiar en el primer plano de la película— es, en realidad, uno de los recursos de composición visual más inteligentes y logrados que hemos visto en los últimos años. El espacio doméstico se quiebra ofreciendo incontables términos de profundidad: campos, líneas militares que atraviesan el espacio, luces de linternas, cuerpos que entran o salen, plásticos que se rasgan. El control del foco por parte del equipo de fotografía es descomunal, de una precisión artesana, hasta el punto de que muchas veces parece incluso desafiar a la mirada misma del espectador. Cada plano es una suerte de coreografía demencial, una lección sobre el tiempo en el que los diálogos se abisman o se retuercen sin llegar jamás a una única línea panfletaria o propagandística. Sabemos que la película es ucraniana y, sin embargo, esa opacidad de la que hablaba antes es tan agotadora, tan exigente y tan bien dirigida que no disimula en absoluto su potencia total, universal. Klondike quiere jugar en la Historia del Cine y por eso no es una cinta «del momento», «oportuna», «necesaria» y todas esas cosas que se suelen repetir del mal cine ideológico contemporáneo. Es una sepultura inagotable y descendente. Por mucho que la película esté dispuesta principalmente a partir de sus líneas compositivas horizontales es inevitable no tener la sensación de que discurre hacia abajo, cada vez más profundo, como si el sótano de la casa familiar no tuviera fondo alguno y —como efectivamente ocurre— el clímax no fuera sino una auténtica pesadilla descomunal.

    En este teatro de la crueldad, los personajes suelen quedar retratados a distancia, casi siempre en plano general o plano medio, esbozados con una distancia prudencial con la que resulta imposible sentir empatía alguna. De ahí que cuando, a mitad de metraje, aparezcan algunos (pocos) primeros planos, uno quede de pronto sorprendido ante el rostro del actor y los matices del personaje. La cámara desvela. Irka (Oksana Cherkashyna), la mujer embarazada, comienza siendo poco menos que un personaje de titanio. Gélida y fuerte, violenta y brutal, parece arrastrar al niño que llega con una sequedad totalmente distanciada de los relatos clásicos de la maternidad, de las expectativas sociales y de la lectura de la madre-cómo-esperanza. Se mueve por el plano como una suerte de araña de carne y músculo, haciendo sus ejercicios de preparación al parto o llevando escombros de un lado para otro. Sin embargo, y ahí la película deviene dolorosísima, a partir de cierto momento, a partir del primer gran primer plano que le dedica Maryna Er Gorbach, toda su posición en el relato comienza a deslizarse en otra dirección. Basta con saber leer para empezar a entender el poder de su miedo, la fuerza demoledora de su ternura, todo lo que se ha reprimido tras el gesto de la mujer bélica, todo lo que ha quedado (y quedará, claro) fuera del metraje.

    Decía antes que Klondike será una de las películas del año y, merece la pena subrayarlo de nuevo, no lo hará por su más que pertinente lectura en términos políticos contemporáneos, sino porque es una magnífica obra de arte cinematográfico. Áspera en las formas, exquisita en la composición, desgarradora en lo temático, la película es un auténtico pulso expresivo y plástico con las capacidades del arte cinematográfico.

    Y, es, dicho sea de paso, un mausoleo de los cadáveres que han de venir.


    Klondike, Maryna Er Gorbach
    Sección oficial Mostra de Valencia.

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