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    Crítica | El método Williams

    Un par de pelotas

    Crítica ★★☆☆☆ ½ de «El método Williams», de Reinaldo Marcus Green.

    Estados Unidos, 2021. Título original: «King Richard». Presentación: Festival de Telluride 2021. Director: Reinaldo Marcus Green. Guion: Zach Baylin. Producción: Warner Bros. / Star Thrower Entertainment / Westbrook Studios / Keepin’ It Reel. Fotografía: Robert Elswit. Montaje: Pamela Martin. Música: Kris Bowers. Diseño de producción: William Arnold y Wynn Thomas. Dirección artística: Christopher Brown y Wes Hottman. Vestuario: Sharen Davis. Reparto: Will Smith, Aunjanue Ellis, Jon Bernthal, Saniyya Sidney, Demi Singleton, Tony Goldwyn, Mikayla Lashae Bartholomew, Daniele Lawson, Layla Crawford. Duración: 144 minutos.

    La vida de un deportista de élite es dura. Cabe pensar que la fama y la fortuna compensan con creces el esfuerzo y el sacrificio, pero este muchas veces se extiende a una infancia sin inocencia y a una vejez sin perspectiva. Para alcanzar el nivel exigido en la alta competición, los deportistas empiezan cada vez más pronto su entrenamiento, le dedican cada vez más horas, y los que renuncian a una educación superior no son la excepción, sino la regla. Muchos se quedan por el camino, sin alcanzar el éxito deseado y con una trayectoria truncada, pues reconducir el futuro profesional se antoja entonces muy complicado. E incluso cuando han llegado a la cima, la mayoría veinteañeros, es comprensible que no aguanten la presión, y se derrumban demasiado pronto. Véase por ejemplo lo que le ocurrió a Simone Biles en los pasados Juegos Olímpicos. Pero centrándonos en los pasos anteriores, que son los que siempre explican el devenir de los acontecimientos, el problema surge cuando ese nivel de exigencia a menudo no va acompañado de una correcta preparación psicológica, o más ampliamente de una manera de ver las cosas que, aun manteniendo el objetivo en lo más alto, le quite hierro, por así decir, sin olvidar que, por mucha gente que se dedique a esto y mucho dinero que mueva, sigue siendo un juego.

    Así lo planteó el padre y primer entrenador de las hermanas Williams, Richard Williams, o al menos así se nos presenta en este biopic suyo, que lo eleva a la categoría de rey (de ahí el título original). Como toda biografía llevada a la gran pantalla, no pretende ser un retrato fiel de la realidad, sino como mucho un resumen con elementos de ficción. Pero la subjetividad de la narración en este caso predomina especialmente sobre su objetividad, teniendo en cuenta que la película cuenta con el beneplácito del sujeto en cuestión (además de tener como productoras ejecutivas a las dos hermanas), alguien que, en efecto, logró lo que se propuso, pero con muchos más obstáculos y muchas más partes oscuras de lo que aquí se nos cuenta. Una vez conocida la premisa, así como su propia evolución para cualquiera que haya oído hablar de las célebres tenistas, estamos ante una historia previsible aunque, sin duda, entretenida, que se ajusta plenamente al producto de la industria hollywoodiense que busca ya no solo el beneplácito de sus propios personajes en la vida real, sino de todo espectador que pague por verla. Por ello pasa muy por encima de las aristas del protagonista, de sus motivaciones más censurables o de sus momentos más turbios. Apenas hay, por ejemplo, una tardía mención nada menos que a los hijos que tuvo con otra mujer distinta de la suya. O, en una escena en que parece a punto de estallar en un arrebato de violencia, hasta entonces contenida bajo una actitud servicial, sobreviene un verdadero deus ex machina que impide que cometa ese crimen.

    En este sentido, el primerizo guionista Zach Baylin estructura su libreto con el foco puesto, como no puede ser de otra manera, en la progresión de las hermanas bajo la tutela de su padre, e intenta dibujar aparte una subtrama referida a los conflictos del barrio californiano de Compton en que se crían (de hecho su hermana mayor sería asesinada allí años más tarde, aunque este dato evidentemente queda fuera del marco temporal del filme) y a todas las injusticias que tiene que soportar la gente de raza negra. Empero estas partes de la narración aparecen siempre introducidas como un añadido algo forzado, no como algo inherente o verdaderamente integrado en aquella. Un buen ejemplo lo tenemos en la escena de una amena reunión familiar, en casa, mientras la televisión muestra una agresión policial a un joven afroamericano: es un detalle que no trae causa de un giro dramático anterior ni de ninguna información previa, sino que se combina en ese momento con la aparente felicidad doméstica solo para que no perdamos de vista ese presunto componente del relato. Sin embargo, realmente no añade nada al mismo, porque no tiene motivo subyacente ni tampoco repercusión posterior. Por ello parece algo ajeno, casi gratuito, en una película que como decíamos quiere esencialmente agradar, a costa de simplificarlo todo.

    King Richard, Reinaldo Marcus Green
    Will Smith busca el Oscar.

    «Estamos ante una historia previsible aunque, sin duda, entretenida, que se ajusta plenamente al producto de la industria hollywoodiense que busca ya no solo el beneplácito de sus propios personajes en la vida real, sino de todo espectador que pague por verla».


    Esto queda patente en los sucesivos entrenadores (al margen del propio padre) de las hermanas, interpretados respectivamente por Tony Goldwyn y Jon Bernthal. El comportamiento sobre todo de este último es el de un verdadero samaritano que, al margen del interés económico que pueda tener tras lo mucho que proporciona a la familia Williams, lo deja aquí reducido casi a una caricatura. Hay en efecto algo de inverosimilitud en la atractiva recreación de estas personas, aunque el carisma de sus actores lo venda bastante bien. Al frente está un esforzado y comprometido Will Smith, en una película que al fin y al cabo es un vehículo de lucimiento para él (también figura como productor). Poca personalidad se desprende en cambio de la dirección, a cargo de Reinaldo Marcus Green, que se limita a seguir los pasos descritos, ni de una banda sonora compuesta de una partitura propia anodina y de varias canciones muy tópicas. Ni siquiera la fotografía, en este caso de un veterano como Robert Elswit, deja demasiada huella, algo carente de atmósfera, aunque garantiza una puesta en escena siempre fluida. A ello contribuye el montaje de otra veterana como es Pamela Martin, responsable entre otras de La batalla de los sexos (Battle of the Sexes, Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2017): ambos permiten de hecho que los fragmentados partidos de tenis sean aquí creíbles y hasta emocionantes, bien rodados y editados. La propia duración del metraje, cercana a las dos horas y media, apenas se percibe, por lo que el ritmo es adecuado, todo en aras, como decíamos, del entretenimiento. En suma, hay que reconocer que este queda asegurado, aunque sea desprendiéndose de todo aquello que pueda perturbar, dar que pensar o resultar algo más memorable, más allá de la gesta de Venus y Serena.


    Ignacio Navarro Mejía |
    © Revista EAM / Madrid


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