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    Crítica | Danzas macabras, esqueletos y otras fantasías | Filmin

    Educar la mirada

    Crítica ★★★★★ de «Danzas macabras, esqueletos y otras fantasías».

    Portugal, Francia. 2019. Título original: «Danses macabres, squelettes et autres fantaisies». Dirección: Rita Azevedo Gomes, Jean-Louis Schefer, Pierre Léon. Guión: Pierre Léon. Compañías productoras: Barberousse Films, Basilisco Filmes, Garidi Films. Productores: François Martin Saint Léon, Rita Azevedo Gomes, Consuelo Frauenfelder. En pantalla: Rita Azevedo Gomes, Pierre Léon, Jean-Louis Schefer, Acacio de Almeida. Montaje: Pierre Léon. Sonido: Francois Mereu, Benjamin Laurent. Fotografía: Acácio de Almeida. 110 minutos. Puede verse en la plataforma de la distribuidora Atalante.

    Qué pueda unir material tan diferente como las representaciones medievales de las danzas macabras, un paisaje de Fragonnard y otro de Patinir en diálogo con un cuadro de El Bosco, uno de los retratos de Hélène Fourment a cargo de su esposo, Rubens, o los grabados prehistóricos del Valle del Côa en Portugal es algo tan inasible como, incluso, caprichoso. Alrededor de todo ello discurre el empeño intelectual llevado a cabo por Rita Azevedo Gomes, Jean-Louis Schéfer y Pierre Léon. Una conversación casi monopolizada por Schéfer, filósofo y crítico de arte francés, para ir construyendo un discurso historicista alrededor de la creación de la Europa moderna y el sentido de la existencia. El resumen perfecto de lo que va discurriendo ante nuestro ojos sería la imagen última de Pierre Léon, actor y director, cuando tras la definitiva conclusión de Schéfer como cierre de todo su razonamiento, se levanta de la silla, desde la distancia de un plano bastante alejado de nosotros, mirando a cámara y coloca las palmas de sus manos sobre ambas mejillas al tiempo que realiza un gesto de angustia, de revelación dolorosa y definitiva al hilo del recuerdo de lo que acaba de contar el filósofo tras recordar a Joyce: «La Historia es una pesadilla de la que quiero despertar». El mismo gesto que hace el personaje dibujado por Münch en El grito.

    Entre los hilos conductores de tan heterogéneo material de partida el placer de una conversación inteligente bastaría para justificar la propuesta. No es necesario ser un erudito alrededor del arte, hay que aceptar la ignorancia propia, mucho más en comparación con el conocimiento de una enciclopedia ambulante como la que expone el discurso de Schéfer, la consciente vedette de la cinta que parece disfrutar enormemente con su diletantismo expositivo, la elegancia en el fraseo, su indisimulada mirada a cámara de vez en cuando como presumiendo de su constante presencia y explicación de lo que ve. Invitación a dejarse llevar de un lugar a otro de la historia del arte y de la construcción geopolítica de Europa con la que no tiene por qué coincidirse si la obra no transmite aquello que el protagonista interpreta. Obviamente el especialista disfruta exponiendo sus teorías, pero la construcción filosófica de su argumento no deja de estar teñida de un subjetivismo interpretativo a partir de la imagen, y la imagen es libre de ser interpretada de muchas maneras. Schéfer quiere llegar a una legítima conclusión a partir de las representaciones medievales de lo macabro; a su favor están su conocimiento y la lectura directa de las fuentes existentes; en su contra que parte de lo que se expone obedece a su propia concepción de lo que ha de ser una imagen y su significado de representación.

    Alrededor del género documental el propio Pierre Léon ha tenido ocasión de expresarse en numerosas ocasiones: «En una película donde se cuenta una historia que se supone que ya existe, que no está inventada, donde digamos que la invención viene de otra parte (porque invención siempre hay), el hecho de que venga de alguien que emplaza los documentos o los fragmentos de documentos que tiene entre las manos obliga a un ejercicio de puesta en escena… Cuando uno está contando la vida de alguien (o de algo, da lo mismo; es decir, lo que se llama documental), se interviene directamente sobre la realidad, hay una objetividad absolutamente imposible, evidentemente; y, sobre todo, ninguna necesidad de ella»1. Con esta idea del cineasta, la participación de Schéfer como artífice directo del proyecto y la innegable mano de Azevedo surge el reto ineludible de hacer digerible la clase magistral, algo que se consigue sin fisuras; hay que alterar (que no manipular) la realidad para hacerla especialmente atractiva. Una primera lectura de la película, lo que es habitual para el común de los espectadores, no permite vislumbrar que entre la primera y última escena hay una unión mucho más evidente de lo que la memoria podría mantener tras casi dos horas, no sólo por la forma de componerse las imágenes y porque siempre es Schéfer quien habla excátedra, sino porque en ambas se menciona a la Historia, y de hecho, esa primera escena tiene mucho de artificio de montaje porque su contexto y contenido habla, más bien, del trabajo ya hecho, de la conclusión diletante acerca de lo que ya se ha hablado previamente. Por eso cuando Schéfer dice «un trozo de historia pasa» al pasar por el plano una mujer con un animal balando el espectador no entiende la referencia, ni el chiste, ni el porqué. Pero los análisis del erudito que vienen a continuación reinciden en esa reinterpretación de las obras de arte medievales como fin de un mundo de élites y castas donde se da paso a la gente común como protagonistas de la representación y de la imagen. Una especie de «democratización» del contenido de la obra que sucede a partir de un momento concreto, el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, la construcción de los estados nación frente a las naciones fragmentadas de pequeños monarcas y múltiples vasallos, una época de despoblación y violencia marcada por las grandes pestes del siglo XV.

    Danses macabres, squelettes et autres fantaisies, Rita Azevedo Gomes, Jean-Louis Schéfer y Pierre Léon.
    Una joya en el catálogo de Filmin.


    «Y así con esa evocación y el poder de representación de la imagen se puede construir una película admirable que nos señala directamente como espectadores y partícipes. Porque, como concluye Schéfer en alusión a los personajes de las danzas macabras, pero por extensión a todos nosotros, somos personas que avanzamos sobre la nada. Esa es la Historia».


    Evitar la aridez de una persona enseñando constantemente durante casi dos horas es el reto de la cineasta Azevedo y del montador Léon para intervenir en la realidad. En primer lugar componiendo un plano de enorme belleza y serenidad cuando Schéfer habla, ya sea en una sala, en un exterior, en un museo; el plano es cuidado el milímetro convirtiéndose a su vez en un elemento que, sin despistar, ayuda a concentrarse en la belleza de lo que se nos cuenta alrededor de la propia belleza que lo rodea, sea la serenidad de una conversación bajo la sombra de un árbol, o en medio de los paisajes horadados por el río Duero, o la infinitud del horizonte marino. La cámara apenas es perceptible porque no mueve su posicionamiento y no introduce más cambio de plano que el de la ruptura temporal buscando un detalle preciso de la obra artística a analizar, apoyando así las palabras que explican el porqué de los razonamientos alcanzados. Aún así, con esa idea de mantener la quietud y el respeto por el verbo apoyado en la obra de arte, Azevedo y Léon introducen la pausa. Es necesario un respiro para ir entendiendo, y no siempre, el argumento del filósofo, como le ocurre al propio Léon, o a Azevedo analizando un cuadro donde surge la soberbia del filósofo negando su apreciación; cada cierto tiempo se rompe el relato y se introduce el intervalo necesario de reposo, la palabra da paso a la música, a la contemplación silenciosa, al día a día (ese trozo de historia que pasa), al apoyo cinematográfico que acompaña mucho al momento inicial en que Schéfer se apasiona hablando de las danzas en los muros de las iglesias de Borgoña, Bretaña, Istria, valle del Rhin, con un reflejo cinéfilo entre selecto (La regla del juego de Renoir, De nåede færgen de Dreyer o Utamaro y sus cinco mujeres de Mizoguchi) y jocoso (el baile del esqueleto alegre de Lumiére o el de los esqueletos de Disney).

    Sólo desde una concepción cinematográfica del evento éste puede subsistir. La aportación de los cineastas se aleja del modelo de una charla, coloquio o conferencia gracias al montaje y la puesta en escena. Sea el chiste alrededor de la claqueta; ver a una pareja sentada en una ventana mientras suena Mozart y ellos están hablando de sus cosas o escuchando el ruido de la naturaleza; la broma teológica acerca de si Cristo está en el pan como la portera en la escalera, en un juego entre la imagen y la representación; o el soberbio pasaje de dialogo, uno de los pocos, entre Azevedo y Schéfer sobre la conmoción que puede llegar a provocar una obra de arte y el recuerdo imborrable, hasta violento, que se mantiene en nosotros aun cuando pasen décadas. Esto último me lleva a una coincidencia subjetiva con lo que ambos exponen: que la emoción de un cuadro, una música, una película, es algo individual, imposible de compartir, una experiencia misteriosa e inexplicable que remueve y se mantiene dentro de nuestro yo más íntimo, puede que nunca como la primera vez, pero en cada ocasión que se revive uno recuerda la violenta sensación que, en una sala oscura (aquello que existía en nuestra infancia de manera exclusiva), impactó de tal manera que, aunque ahora la misma obra no lo provoque sí que evoca ese momento, algo imposible de compartir, como ocurre con la experiencia cinematográfica en sí misma. Y así con esa evocación y el poder de representación de la imagen se puede construir una película admirable que nos señala directamente como espectadores y partícipes, porque, como concluye Schéfer en alusión a los personajes de las danzas macabras, pero por extensión a todos nosotros, somos personas que avanzamos sobre la nada. Esa es la Historia.

    1 Declaraciones a la revista Lumiére. Entrevista de Fernando Ganzo.


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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