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    Cine Alemán Siglo XXI

    Fin del verano: El cine de João Rosas

    Fin del verano

    El cine de João Rosas.

    Artículo creado en colaboración con el Festival de Gijón,
    que celebra su 59ª edición del 19 al 27 de noviembre y que le dedica una retrospectiva a João Rosas.
    Texto creado por Carlos Cruz Salido (Gijón).

    Resulta innegable que vivimos en una era dominada por la prisa y la urgencia. El cine, con sus efectos especiales de vértigo y sus superproducciones periódicas, no ha escapado a tan pernicioso influjo. Por eso mismo se necesita, a menudo, una pausa en la que simplemente tomar una bocanada de aire y vindicar la utilidad de lo inútil. En este contexto de indigencia, el arte reposado y sereno de João Rosas convierte a su autor en una suerte de baluarte cultural para los tiempos de hoy. Su filmografía, que es más un remanso de paz a orillas del Tejo que un cuerpo de trabajo al uso, está compuesta por tan solo tres mediometrajes a título de director: Entrecampos (2012); Maria do Mar (2015); y Catavento (2020). Su primer largometraje se encuentra actualmente en fase de producción. Ocurre que, conforme la navegamos, gusta pensar que la obra del portugués es, en un universo paralelo más amable que el nuestro, una única pieza que, a la manera del Boyhood (2014) de Richard Linklater, cuenta la historia de su pequeño héroe, Nicolau, de una sola vez. Sin embargo, donde Linklater acusaba una pretensión —muy noble, por otra parte— de realizar un proyecto pionero que tensase la ecúmene del cine hasta territorios que se creían para siempre indómitos, Rosas se entrega al ritmo natural de los acontecimientos sin esperar nada a cambio. Tampoco cabe equiparar a Nicolau con Antoine Doinel, aquel alter ego especular de François Truffaut en el que arrojó, a lo largo de veinte años, sus pasiones y sus fobias. Así las cosas ¿quién demonios es João Rosas?

    João Rosas es una mirada prolongada al tiempo. Cuando Terrence Malick estrenó El árbol de la vida (2011), había quien decía que su percepción del entorno se había visto modificada por completo; que todo lo que hasta este momento había pasado por alto —la brisa meciendo las ramas de un árbol, las ondas que se dibujan en el agua— recobró, a partir de entonces, una inusitada importancia. Si Malick hizo que apreciáramos el hecho de existir, Rosas consigue que apreciemos el mero hecho de estar. No se trata en ningún caso de algo banal. En el arte solemos buscar una sublimación de la vida que traduzca, por medio de ardides estilísticos y narrativos, lo simple y lo cotidiano en un producto complejo y extraordinario. Con el lisboeta sucede al contrario. Transiciones alejadas de algoritmos y ecuaciones matemáticas como lo son el paso de la niñez a la madurez, del sueño a la vigilia o de la expectativa a la realidad se antojan bajo el ojo de Rosas como fenómenos no solo explicables, sino también representables. El descubrimiento de un cine como el suyo involucra, a su vez, un descubrimiento aún mayor: que nuestro pasaje por el mundo es un incidente bello en sí.

    La raigambre de Rosas lo sitúa inmediatamente en Portugal. No se requiere de biografía o compás para establecer el vínculo; al igual que con sus compatriotas —desde Oliveira hasta Gomes, pasando por Monteiro y Azevedo— la idiosincrasia lusitana es, se quiera o no, inescapable. Es de sobra conocido el cliché acerca de la saudade portuguesa, el cual, como es habitual con los clichés, tiende a verificarse. Nicolau, el protagonista de nuestra trilogía informal interpretado por Francisco Melo, parece afectado por ese «bem que se padece e mal de que se gosta». Es un chico rollizo de aspecto simpático que, a medida que pasan los años, se torna nostálgico y romántico, en el sentido clásico del término. «Algunos buscan respuestas en Dios; Nicolau las busca en las mujeres», dice su amiga. Su travesía hacia la adultez es como cualquier otra: complicada y convulsa, no exenta de desengaños y alguna alegría que otra. En esta odisea sin cíclopes ni hidras no se relatan gestas impresionantes, tan solo un pedazo de vida que el espectador paciente no tardará en identificar, en armonía de ilusiones y hermandad de sueños, con la suya propia.

    ENTRECAMPOS

    João Rosas, 2012.

    Si en el prólogo jugábamos con la idea de que la obra de João Rosas consiste, de facto, en un solo largometraje, a su debut puede aplicársele el mecanismo inverso: Entrecampos es, en apenas media hora, la suma de tres cortometrajes (llamémoslos, para ahorrar confusiones, capítulos) que revisan la parábola neotestamentaria del hijo pródigo. Tres, decimos, porque el estilo de cada cual difiere radicalmente del de los otros. Hay, eso sí, dos notas generales a destacar. La primera es que se trata de un filme (sub)urbano que, orgulloso de serlo, está poblado por múltiples planos de establecimiento de Lisboa en sus diferentes estratos. El legado de Michelangelo Antonioni y sus extrarradios deshumanizados y casi alienígenas es palpable. La segunda es su protagonista, Mariana (Francisca Alarcão). No sabemos mucho de ella ni de su familia, aunque sí lo suficiente: que acaba de trasladarse desde Serpa, una pequeña ciudad del Alentejo, al barrio de Lisboa que da título al metraje; que solo cuenta con su padre; y que se siente sola y con miedo ante los cambios que se avecinan.

    Volviendo a nuestro juego, el primer capítulo está compuesto de largos planos fijos que capturan la mudanza de Mariana y la toma de contacto con el medio urbanita. Sus temores se acrecientan a raíz de varias interacciones con desconocidos —el «bienvenido a Lisboa y buena suerte» que le desea la casera al padre, la mujer que se queja de estar «de vuelta en el caos» tras su viaje a Algarve. El terror de la niña a perderse es tal que termina comprando un mapa en el kiosco de abajo. La elipsis que incluye la escena es preciosa, porque comienza acariciándolo con la yema del dedo y, cuando al fin localiza su nueva casa, la cámara se aleja para mostrar el callejero colgado en la pared del dormitorio. Es su forma de afrontar el pánico, aferrándose a la seguridad asible de números y direcciones. En una treta ingeniosa, Rosas ubica el piso de Mariana en una encrucijada de avenidas con nombres como «Estados Unidos da América» o «Roma», que no hace sino empeorar la ya pronunciada alienación que sufre. El segundo capítulo se abre cuando la joven, de regreso en el autobús una vez superado el primer día de colegio, desembarca en la parada equivocada. Es el barrio de periferia prototípico: edificios de obra nueva, poca gente en la calle y menos comercios aún, pintadas. Los planos generales, algunos incluso panorámicos, sustituyen a los fijos. Vagando sin rumbo en la inmensidad de descampados y eriales, Mariana recuerda a aquellos arbustos rodantes que atravesaban los desiertos de John Ford o al niño sin brújula y cuaderno de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Abbas Kiarostami, 1987). En otra de las maravillosas escenas de la película, la chica deambula por una rotonda en busca de un punto de referencia. Lo único que encuentra es un caballo que cayó prisionero de una cuerda y una estaca fijada al suelo, un coche fúnebre y un cementerio cerniéndose sobre ella desde un promontorio cercano. Una visión desasosegante, sin duda alimentada por el pavor del que se sabe perdido.

    El capítulo que clausura Entrecampos añade una nota de optimismo: la hija pródiga ha sido hallada. No solo eso, sino que ha conseguido hacer un amigo en clase. Su nombre es Nicolau, y aunque el espectador que se haya ceñido al orden cronológico de esta pseudotrilogía no lo sepa todavía, él es el verdadero protagonista de la misma. Como son vecinos, regresan juntos a casa. Simão, el hermano mayor de Nicolau, los acompaña. Imágenes de edificios golpeados por el sol a lo Edward Yang se solapan con otras de los parques urbanos de Lisboa. La joya del Tajo parece, ahora sí, un lugar hermoso y habitable. Un plano del tráfico en hora punta, con los tres personajes caminando hacia el horizonte y música de fondo, pone el broche final al filme. Mariana, Nicolau y Simão se esfuman en la distancia, pero el río de coches no cesa. Vita flumen.

    Portugal, 2012. Dirección: João Rosas. Guion: João Rosas. Compañía productora: O Som e a Fúria. Dirección de fotografía: João Pedro Plácido. Montaje: Telmo Churro, João Rosas. Producción: Sandro Aguilar, Luís Urbano. Intérpretes: Francisca Alarcão, Francisco Melo, João Simões, Miguel Carmo. Duración: 32 minutos.

    MARIA DO MAR

    João Rosas, 2015.

    En el verano de 1970, el diplomático Jerôme Montcharvin visita el Lago de Annecy, tan solo unos kilómetros al sur de Ginebra. Son jornadas calurosas, difícilmente tolerables de no ser por los paseos en barca que una vida acomodada lleva aparejados. Jerôme está a pocos días de casarse, y todo iría bien si no hubiera tenido el deseo hecho carne a un palmo de distancia. Todo iría bien para Jerôme si sus ojos no se hubieran clavado, por un instante imperceptible y definitivo, en La rodilla de Clara (1970). Con el tupido plano inaugural de Maria do Mar, João Rosas nos hace cómplices de su valiente empresa: completar, casi medio siglo después, los seis cuentos morales de Éric Rohmer con un séptimo título.

    Si Entrecampos exploraba las inquietudes de aterrizar en un lugar inhóspito y el proceso de construcción de un hogar que le sigue, su continuación lógica remite a los trabajos de João César Monteiro en la indagación del deseo y el despertar de la sexualidad —también, por desgracia, en la cosificación de la mujer. Nicolau, ahora al borde de la adolescencia, transita tales cuitas sin más ayuda que la de su libro de biología. Llegados a este punto, el humor juguetón y algo verde de Rosas ha dejado de ser un secreto para sus nuevos fieles, que entienden que la ilustración del tronco de una planta en el manual del chico («vertical y erecto», se cita al margen) no es casual. Maria do Mar se desarrolla como una égloga emplazada en la lozanía que circunda Lisboa, donde Nicolau agota el último resquicio de verano en compañía de Simão y algunos amigos de este. La obra no solo marca el paso de un escenario urbano a uno rural, sino también el paso a la madurez para director y protagonista (artística la primera, fisiológica la segunda). Elementos metaficcionales, harto improbables en el anterior mediometraje, hacen aquí acto de presencia. Sirva de ejemplo cuando una amiga de Simão, Giulia, le narra a la epónima Maria un cuento acerca de un posadero que espiaba a su huésped a través de la cerradura de la puerta. El azar y la curiosidad harán que, a la mañana siguiente, Maria —con el torso desnudo tras haber tomado un baño— sea espiada por Nicolau desde la ventana. Maria do Mar es en ambos casos la presa, esperando pasivamente a ser devorada por la historia de Giulia o por los ojos de Nicolau. La cinta de Rosas cuestiona nuestra posición como público, alegando en un momento dado que el arte no puede dejar huella porque, al acabar la función, la sala debe vaciarse y limpiarse antes de la siguiente. Quizá Víctor Erice llevaba razón el otro día al afirmar que «ya no se puede hablar de espectadores, sino de consumidores».

    A un nivel más superficial, también más hermoso, Maria do Mar versa sobre lo que casi todo el arte en el transcurso de la historia: el desamor. Hay dos giros surrealistas que rompen con el estilo naturalista del realizador luso. Uno tiene que ver con una criatura fantástica. En Entrecampos, la camiseta morada de Nicolau, estampada con un dibujo del Monstruo de las Galletas de Barrio Sésamo, funcionaba como nexo elíptico con el filme posterior, donde conserva intacto su vestuario. Lo extraordinario es que en Maria do Mar un verdadero monstruo se aparece: Tiago, un conocido de Simão que devanea por la finca ataviado con un grotesco disfraz de gremlin cual alma en pena. Se dice que una chica le rompió el corazón y lleva así desde entonces. El otro giro tiene que ver con una criatura fantasiosa: el abuelo de uno de los amigos, un cretino que fabricaba distintas personalidades para seducir mujeres y al que su nieto idolatra. El viejo, muerto hace tiempo, se manifiesta ante Nicolau mientras este acecha puerilmente a Maria entre los acantilados de una playa imposible. La chica se asemeja a una sirena, oculta en un laberinto de roca que pronto será inaccesible con la pleamar. A diferencia de la obra de Rohmer mencionada al inicio, en la que Jerôme sí alcanza a palpar la rodilla de Claire, Nicolau y Maria nunca se tocan. El hechizo del deseo, que solo se rompe cuando este se cumple, se enquista en nuestro protagonista como un tumor maligno e inconfesable.

    Portugal, 2015. Dirección: João Rosas. Guion: João Rosas. Compañías productoras: Terratreme Filmes, O Som e a Fúria. Dirección de fotografía: Paulo Menezes. Montaje: Luís Miguel Correia, João Rosas. Producción: Sandro Aguilar, Luís Urbano, João Matos. Intérpretes: Francisco Melo, Mariana Gaivão, Paola Giuffrida, Miguel Carmo, André G. Pinto, Luís Araújo, Miguel Plantier, Isabel Cancela de Abreu. Duración: 35 minutos.

    CATAVENTO

    João Rosas, 2020.

    La lengua portuguesa posee una musicalidad única en el mundo. Quizás sea su melosidad, o sus elisiones, o su deje eslavo, o su… Consciente de ello, João Rosas fusiona la cadencia de su vernácula con los sonidos —urbanos o campestres— que envuelven las palabras. Palabras que son hermosas en sí: mágoa describe una sensación de amargura o pesar; cafuné se refiere a la acción precisa de pasar los dedos por el cabello; novia se traduce por namorada; catavento (“recoger el viento”) es nuestra veleta, que da nombre al tercer mediometraje de Rosas. Ningún concepto define mejor a este Nicolau, asomado al precipicio de decidir sobre su futuro ahora que la etapa de colegio llega a su fin. Aunque ya roza la mayoría de edad, su desamparo hace que el recuerdo de una Mariana perdida en la jungla lisboeta resuene inevitablemente en nuestra memoria. En un guiño simpático, ambos personajes vuelven a encontrarse tras el impasse alucinado que fue Maria do Mar. Catavento constituye el capítulo más brillante de la serie por el mismo motivo que lo es Before Midnight en la trilogía de Linklater: la nostalgia que evoca de un pasado que sin cesar nos repetimos fue mejor.

    Nicolau es músico y ha sustituido los monstruos infantiles de su camiseta por el plátano elegante y brutal de Andy Warhol. Le gusta la economía, la biología (eso ya lo sabíamos) y los trucos de magia (esto otro también), y como todos a su edad no sabe qué va a ser de su él. A veces uno desearía que los canales del cine no fueran unidireccionales para poder gritarle que ni siquiera los Jesse y Céline de Before, casados y con hijos en una idílica isla griega, lo saben. En Catavento, la música diegética se vuelve preponderante, ya sea gracias a las preciosas melodías que compone Nicolau o por culpa de los histriónicos ¿ritmos? improvisados por la banda de sus amigos. No sorprende que el propio Rosas, en un alarde tardío de su genio característico, la acredite como «música fuerte y espantosa» al final. Las aventuras amorosas de Nicolau lo han conducido hasta Carlota, una chica de la clase alta de Estoril que es su polo opuesto: determinada, con un futuro diseñado a su medida e hinchada de una madurez que en realidad no es tanta. A mitad de metraje, el chico viaja a la costa para verse con ella. El día está nublado y la perspectiva de la playa está tomada desde las montañas que la rodean, pero Rosas quiere que creamos que se trata del mismo grao en que Nicolau persiguió a Maria do Mar a hurtadillas —y nosotros lo hacemos. Una nueva referencia a Rohmer, en esta ocasión al tropiezo último de los dos viejos amantes en Mi noche con Maud (1969), remata un círculo que ya se pensaba olvidado. Como Jean-Louis, Nicolau ha regresado cinco años más tarde y con otra mujer a aquel entramado de catedrales de piedra y grutas prohibidas. Ahí está, desenterrando de la arena el deseo que el tiempo decidió postergar. El problema es que Carlota no cree ni en la magia de sus trucos ni en los posibles por los que Nicolau divaga. El deseo queda consumado, pero lo demás permanece igual. ¿O no?

    A través de tres sutiles piezas de minimalismo moderno, João Rosas nos ha guiado por el proceso de crecimiento de Nicolau, y por extensión, de Francisco Melo. A primera vista parecería que el niño que recorría las calles de Lisboa con su hermano y Mariana en Entrecampos no es muy diferente del adolescente saturnino y desorientado de Catavento. Conviene rescatar en este punto y final que el cine de Rosas es, en última instancia, una recolección de momentos, el atesoramiento ordinario de los instantes extraordinarios que configuran una vida: las desilusiones de infancia, los primeros besos, las pasiones tempranas. ¿Acaso, a escala humana, no son todos esos acontecimientos prodigiosos? Así es también el arte del portugués: pequeño y mirífico, habitual e inaudito.

    Portugal, 2020. Dirección: João Rosas. Guion: João Rosas. Compañía productora: Terratreme Filmes. Dirección de fotografía: Paulo Menezes. Montaje: Luís Miguel Correia. Producción: Sandro Aguilar, Luís Urbano, João Matos. Intérpretes: Francisco Melo, Francisca Alarcão, Simão Bárcia, Miguel Carmo, Margarida Dias, Beatriz Forjaz, Ana Raquel Manique, Rita Poças. Duración: 40 minutos.


    Carlos Cruz Salido |
    © Revista EAM / 59ª edición del FICX


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