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    Crítica | El hombre que mató a Don Quijote

    El exceso como respuesta a la muerte

    Crítica ★★★★ de El hombre que mató a Don Quijote (The man who killed Don Quixote, Terry Gilliam, 2018).

    España, Bélgica, Portugal, Francia y Reino Unido. 2018. Dirección: Terry Gilliam. Guion: Terry Gilliam y Tony Grisony. Productoras: Mariela Besuivesky, Amy Gilliam, Gerardo Herrero. Música: Roque Baños. Fotografía: Nicola Pecorini. Montaje: Teresa Font y Lesley Walker. Diseño de Producción: Benjamín Fernández. Vestuario: Lena Mossum. Dirección de arte: Alejandro Fernández, Eduardo Hidalgo hijo y Gabriel Liste. Intérpretes: Adam Driver, Jonathan Pryce, Stellan Skarsgard, Olga Kurylenko, Joana Ribeiro, Óscar Jaenada, Jason Watkins, Sergi López, Jordi Mollá.

    En general, cuando realizamos nuestros primeros pasos en el campo del análisis fílmico, lo más complicado suele ser desprenderse de la cantidad de elementos contextuales que han ido configurando nuestra pequeña vida de cinéfilos. Uno empieza a escribir sobre las películas después de muchos años de leer entrevistas, anecdotarios, diarios de rodaje, sinopsis y descripciones de personajes. Sin embargo, el salto entre las historietas de la alfombra roja —quién se acostó con quién en el rodaje maldito del que se conserva una fotografía robada…— y lo que realmente significa leer una película —atender a la construcción formal y a su relación con los elementos temáticos y, sobre todo, conceptuales— es el salto en el vacío que hay entre ver películas y leer películas. El problema con El hombre que mató a Don Quijote es, precisamente, el tamaño gigantesco de su aparataje contextual. Han sido tantos años de dimes, diretes, broncas, cancelaciones, promesas y decepciones que resulta casi imposible separarse de todo ese trayecto durante la proyección. Después de todo, los que ya pintamos alguna cana —y tenemos algún interés por el cine del director— llevamos dos décadas fantaseando el proyecto de Gilliam, sometidos también de alguna manera a la celebérrima maldición cinéfila. Cuando la propia película, en un hilarante gesto metarreferencial, imprime en la pantalla los créditos: “Por fin, después de veinte años… Una película de Terry Gilliam” hay algo que se encoge dentro del corazón, un pequeño parpadeo vertiginoso. Escapar de ese lugar, escapar de la sensación encontrada de estar viendo el Quijote de Gilliam es, en este caso, el reto crítico.

    Dicho esto, si la película se recibe con cierto grado de ingenuidad —rasgo que, es necesario confesarlo, cada vez nos es más difícil asumir—, de pronto lo que emerge es una colección de postales descoyuntadas, un itinerario fragmentado y extraño poblado de diferentes capas ficcionales y temporales que encajan a duras penas y que parecen estar hilvanadas casi al azar. En el nivel visual, la cosa no parece sustentarse con mayor fuerza: tecnología digital, cartón piedra analógico, extrañísimos planos picados reforzados por grandes angulares, parajes de iluminación diurna exuberante hasta rozar la publicidad —la cascada—, y basureros anclados en mitad de ningún lugar en la meseta castellana. Por ahí se deslizan terroristas islámicos, un Stellan Skarsgård cuya capacidad para autoparodiarse parece no acabarse nunca, todo tipo de incongruencias espaciotemporales, una hermosísima Joana Ribeiro luciendo aparato dental, cds vírgenes colgando de un caballo… Incluso la Historia del Cine comparece también como un barrizal o una enciclopedia incompleta y desordenada por la que igual se conjuran parodias sangrantes a los estilemas del cine de la modernidad –la película de estudiante en riguroso blanco y negro que parece sentir nostalgia del cine surrealista polaco o israelí de cuando las Nuevas Olas- que se marca un delirio kitsch y postmo capaz de dejar el despropósito aquel de John Woo con las fallas —quizá lo recuerdan, Mission: Impossible 2 (2000)— a la altura del betún.

    «Una vez que se toma una cierta distancia frente al incontrolable despropósito de Gilliam, lo que emerge por debajo es un poema sutil y un experimento que se propone dialogar, con desenfado pero también con un cariño inusitado, con el libro original cervantino».


    Llegados a este punto, habrá quien abandone la cinta completamente aturdido y horrorizado ante semejante carnaval metatextual y poliédrico. Y es una lástima, porque una vez que se toma una cierta distancia frente al incontrolable despropósito de Gilliam, lo que emerge por debajo es un poema sutil y un experimento que se propone dialogar, con desenfado pero también con un cariño inusitado, con el libro original cervantino. Volvemos a salir del texto fílmico, aunque sea muy brevemente. Cervantes, aunque tendamos a olvidarlo, fue un creyente lúcido que concluía su libro con una aplastante melancolía y desgarro. En el capítulo LXIIII (sic) de la segunda parte el lector se queda flotando entre esa fórmula inicial que abrasa la certeza de estar vivo (Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres…) hasta desplomarse aterrorizado en la clausura del último Vale con el que se cierra todo. Recorre una tristeza extraordinaria, algo de lo que únicamente puede refugiar la creencia en una cierta divinidad o una autoafirmación tan grande que pueda frenar la angustia que rubrica da palabra. Cuando mi tardoadolescencia, mi maestro Juan Gómez Soubrier siempre me decía: “Cualquier persona mínimamente educada se molesta en leer el Quijote cada diez años”. Lo que en aquel momento me parecía una boutade y me hacía reír con la risa de los imbéciles se va concretando cada vez más —ya voy pintando canas, queda dicho—, de tal manera que al llegar al texto de Gilliam uno se permitía estar casi más cerca de la tristeza y de la lejanía que del triunfo. Gilliam hace trampas en su cierre, y ese es, en mi opinión, el único momento en el que realmente traiciona al Quijote. Después de todo, lo que hay en la pantalla es, repetimos, una actualización respetuosa del original: digresiones, puestas en abismo narrativas, fragmentos, aventurillas y despropósitos. Eso ya está en Cervantes —quien lo leyó, lo sabe—, y aquí únicamente puede molestar a los que, contra el buen manco, prefieran una clara y diáfana línea narrativa tradicional que estructure coherente y verosímilmente todos los acontecimientos en curvas de transformación medibles. A ser posible, claro, en tres o cinco actos.

    «El gesto es hermoso y es estrictamente cinematográfico: ante la muerte, la reconstrucción de una imagen. Ante el caos de lo real, la apuesta por un relato. Ante el límite y la castración, aunque sea una empresa loca –esto es, quijotesca-, una cierta apuesta por la propia visión del mundo».


    No. La traición de Gilliam es otra y está escrita en su propio título: El hombre que mató a Don Quijote. Y bien, cuando al final de la cinta realiza ese truco de magia desesperado que obliga a una resurrección constante de sus héroes, de las figuras literarias originales, está apostando de alguna manera por una concepción del tiempo que no acepta el Vale definitivo de Cervantes sino que se recrea en esa fantasía postmoderna que apunta al tiempo cíclico y que los que tampoco se han tomado la molestia de leer a Nietzsche conectarán muy erróneamente con el eterno retorno. La muerte en Cervantes es definitiva —uno querría señalar: de ahí el dolor que recorre al lector que la transita—, mientras que en Gilliam acaba convertida en subterfugio, en delirio narcisista, en una imposibilidad por rodar lo que el director no ha podido rodar en veinte años: la muerte total, la muerte definitiva, su propia muerte. Porque si seguimos el texto con atención y entramos en el juego de espejos Toby (Adam Driver)/Terry –la resonancia es tan obvia que casi sonroja- lo único que parece aflorar al final es ese gesto en el que, al situarse en una cadena quijotesca de significantes, se evita de alguna manera la desaparición. Sin embargo, creo que también podemos —y debemos— perdonar tan hermosa traición. El gesto es hermoso y es estrictamente cinematográfico: ante la muerte, la reconstrucción de una imagen. Ante el caos de lo real, la apuesta por un relato. Ante el límite y la castración, aunque sea una empresa loca —esto es, quijotesca—, una cierta apuesta por la propia visión del mundo. Y únicamente por eso, únicamente por el punto en el que la desmesura total se levanta como respuesta descacharrante ante la parquedad de la nada y la desaparición, únicamente por eso, la película se desvela como una rara avis hermosa, inesperada, defendible y, en fin, reivindicable.


    Aarón Rodríguez Serrano
    © Revista EAM / Madrid



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