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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Ready Player One

    Sometimiento e hipnosis de las imágenes que nos atrapan

    Crítica ★★★★★ de Ready Player One (Steven Spielberg, 2018).

    Han pasado días, una semana, desde que vi Ready Player One (2018), segunda película de Steven Spielberg que llega a los cines en poco menos de tres meses (Los archivos del Pentágono se estrenó en enero), y todavía me cuesta afrontar una lectura más o menos reflexiva. No quería imponerme un texto excesivamente analítico pero tampoco me agradaba la idea de recurrir al componente emocional. Sin embargo, llegado el momento de la verdad y al indagar en el inconsciente, cobra un sentido especial echar la vista muy atrás en el tiempo y escudriñar lo que pudo ser la primera imagen spielbergiana que llegaron a ver mis ojos. Esto supone un esfuerzo porque son muchas las imágenes del cineasta que guardamos en la memoria, sacarlas de su mitología es algo complicado. Para no redundar demasiado en lo dicho, solo diré que la primera instantánea que poseo es la imagen algo desenfocada de unas luces brillantes que años después podríamos identificar con la nítida figura de la nave de E.T. Este vago primer recuerdo adopta el grácil movimiento de un objeto grande y maravilloso sobre una pantalla gigantesca, quizás cinco o seis veces más grande en la evocación de la niñez de lo que sería en la realidad. La imagen desprende una gran emoción, pero si oteo más profundamente en la idea me veo a mí de pie agarrado de la mano de alguien que no consigo identificar. Estoy en la entrada de una sala llena de gente, cerca de la puerta del vestíbulo, y de esa imagen virgen emana un solo e intenso color azul. Azul centelleante, azul como el color predominante en el póster de E.T, o el azul de la luna y letras del logo de Amblin. A poco que lo piense, esa imagen se perfila y entra en contacto con otras más concretas y reales lo cual dejarían de ilustrar la estampa inocente del primer contacto visual con el cine de Spielberg. Estamos ante una imagen azulada de luces resplandecientes, de una nave espacial, sobre una pantalla que me arrastra y embelesa dominando mi espíritu. La imagen traba contacto con un deseo. El deseo se pierde en una perspectiva indefensa, porque es muy probable que esa imagen carezca de continuidad al tomar conciencia real de la película años más tarde viéndola en casa con mis padres en VHS.

    Vayamos ahora a descifrar cómo el poder de esa imagen originaría emprende un lento pero abisal pasaje con el imaginario del director de Tiburón. Según el escritor Imanol Zumalde (1) “el dispositivo cinematográfico es una especie de Big Brother orwelliano que impone al espectador el sueño de otro. Las particulares condiciones de recepción, cercanas a la hipnosis, que concurren en la proyección fílmica maniatan emocionalmente al espectador hasta hacerlo cautivo de una vivencia que le trasciende y es ajena”. Estas palabras albergan una tesis psicoanalítica del cine. Incluso el mismo Zumalde reflexiona y saca a relucir teorías de índole más salvaje como la de Noel Burch (2) quien llegó a equiparar la identificación del cine con la técnica sadomasoquista del bondage: “Pues todas esas formas de agresión nacen de esa relación tan particular, casi hipnótica, que se establece entre el espectador y la pantalla desde el momento que se apagan las luces de la sala”. Un niño no entiende tales formas de dominación pero no hay duda de que el poder hermenéutico de la sala de cine comprendería en la configuración de una imagen como esa millones de teorías psicoanalíticas. Spielberg, otrora el más soñador de todos los cineastas de su generación, alberga en el cómputo de sus imágenes fílmicas el germen o quintaesencia de lo que habita en la psicología del cine como fábrica de ilusiones permanentes. Son incuestionables, harto sabidos y, en un planteamiento expositivo, hasta obvios, los dobles espacios a los que constantemente se enfrenta el cine de Spielberg. Dos mundos posibles, anverso y reverso de una idea. La labor del cineasta ha sido la de recurrir a tales axiomas en una evidente experiencia conjunta de superficies y arquitecturas movedizas. Tiende a contraponer sus miradas. El mundo de los vivos frente al de los muertos. El espacio profundo frente a la Tierra. La responsabilidad adulta frente a la evasión infantil. La historia frente a su transfiguración. El bien frente al mal.

    «Ready Player One genera un sinfín de concomitancias escénicas con la mentalidad del director: lances que van mutando en dualismos que disfrazan el monismo terrible y oscuro de la realidad moderna». 


    En Ready Player One lo virtual sedimenta un lúcido discurso de superficie alternativa a la desintegración de lo real. La eclosión de esos mundos son el objeto de estudio del Spielberg demiurgo que intenta atraparnos en torno a tales dicotomías para obligarnos a ceder ante ellas. El espectador queda preso de superficies y espacios que se desdoblan y despliegan ante nuestra mirada ojiplática. Esto adquiere un profundo relieve emocional y podría suponer nuevamente un poder mágico solo atribuible al cinematógrafo. Esto me lleva a lo que Gilles Deleuze (3) dice en uno de sus libros acerca del universo fantástico de Lewis Carroll. Y cito ahora textualmente: “Es propio de Carroll haber hecho que nada pase por el sentido, sino haberlo apostado todo al sinsentido, puesto que la diversidad de los sinsentidos basta para dar cuenta del universo entero, de sus terrores así como de sus glorias: la profundidad, la superficie, el volumen o la superficie enrollada”. Los efectos que busca Spielberg son los del autor que apuesta por el sinsentido de sus fantasías pero a diferencia de Carroll su universo está sedimentado de utopías o de reflejos proyectados sobre el trasluz de una pantalla inamovible, que reclama la interactividad del espectador. Siguiendo con la cita: “La tercera gran novela de Carroll, Silvia y Bruno, lleva a cabo otro progreso más. Diríase que la antigua profundidad se ha allanado a sí misma, se ha convertido en una superficie al lado de otra superficie. Dos superficies coexisten pues, en las que se escriben dos historias contiguas, una mayor y la otra menor. No una historia dentro de la otra, sino una al lado de la otra”. Spielberg no hace otra cosa cuando al trasplantar sus mundos al cine altera las superficies y condiciona la mirada del que está al otro lado de la pantalla, lo abduce y ejerce un enorme poder de fascinación. Lo que vemos en sus imágenes fluye paralelamente a su mente, a la del creador omnisciente. En la configuración de mundos contiguos Ready Player One genera un sinfín de concomitancias escénicas con la mentalidad del director: lances que van mutando en dualismos que disfrazan el monismo terrible y oscuro de la realidad moderna.

    «Ready Player One se atreve a rehacer la nostalgia como sometimiento de un autor hacia su público, claudica por ello mínimamente, y se aferra a la praxis de Noel Burch en la relación sadomasoquista del bondage con el espectador».


    La abrumadora retahíla de textos y comentarios que hemos podido leer estos días sobre la película coinciden en un porcentaje demasiado alto en introducir el termino nostalgia entre sus escritos, tuits, o frases publicitarias. Al googlear la palabra nostalgia leeremos que su origen etimológico procede del griego, dado la suma de los vocablos Nóstos (que sería traducido por algo así como regreso), y Algía (sinónimo de dolor). Según el diccionario de la lengua española existen dos acepciones que la definen: 1. Pena de verse ausente de la patria, o de los deudos o amigos. 2. Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida. En la mitología clásica Odiseo representa el perfecto ideal del nostálgico. Lejos de su hogar anhela su vuelta. Curioso en definitiva subrayar la nostalgia teniendo en cuenta que Spielberg, el autor, lleva derrocándola más de 25 años de carrera. Si tuviésemos que datar una época aproximada, diría que queda rota tras Jurassic Park, y muere con el merchandising mitómano tras el éxito de la película. Después, su cine, sus imágenes, se vuelven progresivamente oscuras y tienden a proyectar mundos grises y entristecidos alejándose de ese retorno que idealice todo lo que aconteció en el pasado. El cine de Spielberg niega en presente cualquier alusión al sentimiento nostálgico. Sin embargo, hay algo de razón en todos esos que aluden nostalgia para definir el grueso de un producto tan referencial como Ready Player One, pero solo parcialmente, porque Spielberg, sujeto a una reverberación espontanea de su legado, ha preferido rendirse quizás ante sus seguidores más primitivos, aquellos que son presos de una nostalgia por su cine ajena al trance del autor maduro, desilusionado y trágico. Ready Player One se atreve a rehacer la nostalgia como sometimiento de un autor hacia su público, claudica por ello mínimamente, y se aferra a la praxis de Noel Burch en la relación sadomasoquista del bondage con el espectador.

    «En Ready Player One la nostalgia queda difusa porque el gran narrador que habita en Spielberg impide levantar un museo de imágenes en cascada sabiendo ejercer desde lo simple, huyendo de toda voluntad de prisión o de celda». 


    El cineasta entabla un perverso dialogo con la conciencia del autor que se debe a un cine, a una nostalgia, o a un recuerdo, del que hace años dejó de formar parte. Reflexionando sobre esto descubrimos a un director inteligentísimo y honesto, que omite en la cinta cualquier implicación directa, sorteando la autorreferencia y construyendo una nostalgia acorde con espejismos de una cultura pop totalmente extinguida, asociable a su nombre en el pasado, especialmente en tareas únicas de producción mercantilista. En mi opinión, una de las ultimas representaciones cien por cien nostálgicas del cine de Spielberg residen en la denostada y criticada Always: Para siempre (1989). Curiosamente, una cinta estrenada en el colofón de los años ochenta, clonados obsesiva y compulsivamente por el audiovisual contemporáneo. Nosotros como espectadores no podemos evitar gravitar alrededor de la mirada expectante, nerviosa, de Pete (Richard Dreyfuss) mirando de reojo a las escaleras por las que debe bajar Dorinda (Holly Hunter) con el vestido y los zapatos nuevos que este le acaba de regalar por su cumpleaños. Cuando la mujer baja radiante suena la canción Smoke gets in your eyes y la pareja baila flotando en el ambiente, luego todos los hombres del bar querrán bailar con Dorinda, imagen absoluta del hogar, de lo idílico, del amor, de la familia, del hermoso ideal americano. Mi momento es aquel en donde Spielberg, en un suave travelling, sigue a Pete apartándose del gentío y corta en un plano contrapicado la figura del protagonista desde las alturas mirando embelesado a Dorinda bailando en el centro del local. Esa imagen es una imagen pura de nostalgia que tendrá su respuesta en una escena del final. Pete es un fantasma obligado a vagar por un mundo de los vivos y ayudar a su amada a sobrellevar el dolor por la perdida. La imagen que deseo señalar ocurre dentro del avión, Pete está sentado justo detrás de Dorinda que permanece en un raro estado de hipnosis enfocando su mirada ausente hacia un punto fuera del cuadro. Pete le dice todo aquello que fue incapaz de expresar en vida, “te amo profundamente, volverás a amar y te amaran, vivirás cosas maravillosas”. La imagen del rostro conmocionado de Pete, es la imagen del dolor y de la nostalgia por evocar un amor eterno que ya nunca volverá. Tiene que dejarla ir con la vida y alejarse definitivamente de ella. Lo más doloroso es que sabe que otro chico será quien ocupe su lugar. Se trata de un signo inequívoco de nostalgia, del terrible dolor por el pasado. Creo que esta película es el ejemplo más exacto de la nostalgia, incurre en una caligrafía de otro tiempo, lidia con el melodrama romántico y revisa un clásico de Victor Fleming, Dos en el cielo (1943), precisamente una de las películas preferidas de Spielberg durante su niñez. En Ready Player One la nostalgia queda difusa porque el gran narrador que habita en Spielberg impide levantar un museo de imágenes en cascada sabiendo ejercer desde lo simple, huyendo de toda voluntad de prisión o de celda.

    «Wade/Parzival (Tye Sheridan) se inscribe claramente en los personajes tradicionales del cineasta. Un niño soñador, huérfano de padres a una edad temprana, que malvive con su tía y el novio (maltratador) de esta. El héroe romántico e inocente capaz de conferirle un sentido utópico al relato». 


    Si olvidamos las bases de las que parte Ready Player One, una novela cuestionada, y el sinfín de referencias a las que se debe, estaríamos hablando de un relato significativo e ilustrativo con la personalidad e intereses del Spielberg más virtuoso e imaginativo. El diseño, digamos de lo real, mantiene los cimientos catastrofistas y apocalípticos de su pesimista imagen del mundo contemporáneo. Una distopía oscura en donde las personas se abandonan a sus imágenes virtuales, deseosas de escapar de una verdad humillante. El dibujo que hace de la sociedad conectaría perfectamente con las imágenes futuristas de sus mejores obras recientes; desde el mundo hipercontrolado y aséptico de Minority Report, hasta las relecturas políticas y teorías del miedo de La guerra de los mundos, una de sus obras maestras. El contador de cuentos decide interpelarnos en un almacén de imágenes del pasado que tratan de revalorizarse en contacto con la realidad negra del presente. El paneo que sigue a una hilera de personas en las calles moviéndose y actuando con sus gafas y trajes de realidad virtual mientras vemos el fondo real de sus entornos abandonados es solo un ejemplo del durísimo retrato que nos plantea el director. No es casual que sean filmados como zombis, sin duda el arquetipo más recurrible a la hora de definir la actualidad. Para adentrarnos aún más si cabe en la simbiótica conexión que se da entre lo terreno y lo figurativo todas las imágenes se sitúan en un punto inestable siempre sujetas a una débil expresión de lo cotidiano. La película mantiene por tanto bidireccionales lecturas con la modernidad, hablando al mismo tiempo de horror y de sueños. Y será precisamente el sueño, algo también cercano a la naturaleza de Spielberg, lo que defina a sus personajes, niños y hombres provenientes de los entornos más desfavorecidos, criados en derredor de núcleos familiares desestructurados. En muchas de sus obras el donnadie, ese hombre niño que todavía cree en un mundo mejor, representa el valor más característico de sus relatos. Wade/Parzival (Tye Sheridan) se inscribe claramente en los personajes tradicionales del cineasta. Un niño soñador, huérfano de padres a una edad temprana, que malvive con su tía y el novio (maltratador) de esta. El héroe romántico e inocente capaz de conferirle un sentido utópico al relato. No es ni mucho menos el único álter ego del cineasta que veremos en el filme, puesto que Spielberg nos somete a varios desdoblamientos en el espacio de la aventura a partir de los diferentes avatares y personajes de la cinta. Halliday (Mark Rylance) responde a la figura del demiurgo, nos sugiere a un soñador, como Orson Welles su Oasis es fruto del empeño quijotesco de un gran creador melancólico. Ese hermoso final en donde el yo niño y el yo adulto de Halliday conviven juntos en un mismo lugar, teatraliza la hechicera ubicuidad del espectáculo fílmico. Otro claro álter ego del filme sería el de Odgen Morrow (Simon Pegg), socio y único amigo de Halliday, su avatar conserva la memoria colectiva de la historia, un guardián de los recuerdos.

    «La cándida fascinación que siente Parzival al ver en Oasis por primera vez a Artemis (Olivia Cooke) recupera ese candor del cineasta por lo celestial, definiendo así la pequeña forma de sus películas más románticas».


    El amor en Spielberg trastoca la paisajística de su cine ante la posibilidad de mirar siempre a través de la mirilla del adolescente. La cándida fascinación que siente Parzival al ver en Oasis por primera vez a Artemis (Olivia Cooke) recupera ese candor del cineasta por lo celestial, definiendo así la pequeña forma de sus películas más románticas. Subrayo lo básico de esa mirada adolescente para hacer posible la transmutación del amor que arrastra conectores espacio-temporales bajo el influjo mágico de la sala oscura. Ready player one descifra amores indagando en lo onírico de un submundo forjado desde lo virtual. Años antes la inclasificable Te amo, te amo (1968), nos proponía un rastreo de las imágenes de la memoria para entablar un discurso sobre viajes en el tiempo. Alain Resnais emprendía el más vertiginoso de los éxodos al subconsciente. Lo extraño e increíble de aquel viaje es que no se necesitaba instrumento alguno más allá de los recuerdos almacenados en la memoria de un hombre. Fragmentos de un gran amor que intercalaban imágenes felices con otras desgraciadas, en un deshilachado viaje por uno mismo. La espectacularidad de la película de Spielberg no evita balbuceos con un entramado intimo alojado también en la memoria de los espectadores (jugadores), llamados a participar de la aventura interactiva. Si quisiéramos, encontraríamos paralelismos del Pete de Always en el joven Wade y seguramente algunos más en la mirada melancólica de Halliday, castigándose por su pasado (un amor que dejas marchar a los brazos de tu mejor amigo). Spielberg se permite poner en un mismo plano toda representación y ambición melancólica de su cine. Como Welles, como Ford, como Carroll, como Kubrick (la set piece homenaje a El resplandor constituye per se un hito en la historia del metacine) o Resnais, su obra interpreta la ficción y busca explorar los bordes y límites de cualquier herencia, memoria, superficie, o imagen cinematográfica. Soñemos juntos por una imagen de cierre aún por definirse. | ★★★★★ |


    David Tejero Nogales
    © Revista EAM / Badajoz



    (1) Imanol Zumalde. La experiencia fílmica: cine, pensamiento y emoción. Madrid, Cátedra, 2011, Pag 86.
    (2) Noel Burch. Praxis del cine, Barcelona, Fundamentos, 1985.
    (3) Gilles Deleuze. Crítica y clínica, Anagrama, 2006.

    Ficha técnica
    Estados Unidos, 2018. Título original: «Ready Player One». Dirección: Steven Spielberg. Guion: Ernest Cline, Zak Penn (Novela: Ernest Cline). Producción: Warner Bros. / Amblin Entertainment / De Line Pictures / Village Roadshow Pictures / Reliance Entertainment. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: Alan Silvestri. Reparto: Tye Sheridan, Olivia Cooke, Ben Mendelsohn, Mark Rylance, Simon Pegg, T.J. Miller, Hannah John-Kamen, Win Morisaki, Philip Zhao, Julia Nickson, Kae Alexander, Lena Waithe, Ralph Ineson, David Barrera, Michael Wildman, Lynne Wilmot, Carter Hastings, Daniel Eghan. Duración: 140 minutos.


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