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    Cineclub: Bad Girl (1931)

    La tremenda épica del bien

    Bad Girl (Frank Borzage, 1931).

    En análisis fílmico denominamos “secuencia paradigma” a aquella en la que, de una u otra manera, se anudan y se conforman visualmente los temas mayores y las apuestas formales de una película determinada. En ocasiones emerge con gran claridad, mientras que en otra podemos –y debemos- discutir apasionadamente dónde están las claves para extraer los correspondientes mecanismos de significación. Buscar la “secuencia paradigma” no es un puro capricho: más bien, localizar su posición es una ayuda inestimable para entender bien cómo funciona una película. Dicho con toda rapidez: nos permite “tirar del hilo” sobre el que después se irán ordenando el resto de materiales dispuestos en la enunciación para trazar las líneas maestras, los cimientos de la experiencia fílmica. Si en esta ocasión he decidido trabajar Bad Girl no es únicamente por el placer de leer una película extraordinariamente clara y emocionante, sino también para intentar llamar la atención sobre ese truco de magia maravilloso que conseguía realizar Borzage en sus mejores momentos –que eran, por lo demás, casi todos: pocos autores tienen una filmografía tan apasionante y depurada, tan llena de ideas y tan bien construida. Bad Girl compagina una forma fílmica limpia y precisa –veremos alguna justificada excepción en unos momentos- con una desarmante apuesta temática hacia una apuesta humanista. Y lo hace, al contrario que muchas otras películas “escapistas” que se rodaron durante los años inmediatamente posteriores al crack del 29, sin caer en soluciones de guion forzadas ni en edulcoraciones gratuitas. Antes bien, Bad Girl trata con rigurosa inteligencia a sus espectadores, sabiendo que acudían a las salas de cine dominados por la inseguridad, el fracaso y la desafección con un ideario económico que había saltado por los aires. Quizá sea por eso –además de por su complejísima apuesta en el tratamiento de lo femenino, tema que me permitirán que deje aquí de lado por pura humildad académica-, por lo que la película resuene de manera abrasiva en 2018. Sin embargo, y esto no es más que una intuición personal, hay algo en Bad Girl que no puede sino ser universal.

    Y para rastrear ese “algo” –esa condición “atemporal” de la obra- quizá sea una buena decisión rastrear el funcionamiento de la “secuencia paradigma”. Empero, antes de llegar a ella es necesario realizar una suerte de aproximación narrativa previa para ir desgranando los funcionamientos estructurales/formales del texto. Vayamos, entonces, tan despacio como exija el análisis. Partamos de una primera premisa estructural. Bad Girl es una película dividida en dos grandes secciones. La primera de ellas corresponde al noviazgo y primer matrimonio de los dos personajes principales: Eddie (James Dunn) y Dot (Sally Eilers). La segunda arranca con el embarazo de ella –situado aproximadamente en el midpoint del guion- y concluirá con el retorno al hogar de la familia tras el parto. Dicha división es fundamental porque se traducirá, a su vez, en dos espacios antagónicos. La primera parte gira principalmente en torno a las casas que habitan como solteros, habitaciones humildes, espacios llenos de sombra y hollín fotografiados en clave baja. La segunda, al contrario, viene marcada por el interior lujoso que Eddie adquirirá renunciando a su autonomía laboral y los espacios blancos, impolutos de la clínica privada en la que, gracias a un doctor piadoso, será atendida su mujer. Es importante poner en valor la escisión entre espacio y argumento como gesto discursivo para señalar que Bad Girl compagina dos fuerzas en paralelo: la oposición entre mundo laboral –en realidad, entre capacidad adquisitiva- y mundo familiar. Los dos quedan hilvanados constantemente en cada escena, como una suerte de serpiente narrativa que se enroscara sobre sí misma: los personajes están atrapados entre su sueño de ascenso hacia la autonomía económica y el lujo, pero al mismo tiempo, el tratamiento crudo y profundamente humano de su amor les hace tropezar en una colección de mentiras piadosas, medias verdades, buenas intenciones equivocadas y, finalmente, el descubrimiento de que únicamente pueden sustentarse en torno a la exigencia de verdad que les imprime su hijo recién nacido.

    Veamos, al respecto, cómo funciona el plano de apertura. La cámara arranca sobre un plano detalle de un ramo de flores al que seguirá, cuidadosamente, mientras sea entregado a Dot de manos de una anciana.


    Es importante poner en valor la escisión entre espacio y argumento como gesto discursivo para señalar que Bad Girl compagina dos fuerzas en paralelo: la oposición entre mundo laboral –en realidad, entre capacidad adquisitiva- y mundo familiar.


    El reencuadre visual es voluntariamente ambiguo. Podría tratarse, sin duda, de una novia que se prepara para el día de su boda –los primeros diálogos de la cinta también juegan abiertamente con esa posibilidad-, si no fuera porque la posición de la escena resulta contradictoria con el género y la construcción habitual del relato romántico. Y es que, como es bien sabido, Hollywood gusta casi siempre de cerrar sus películas con la boda como garantía del amor transitado, y no tanto de abrirlas con ella. ¿Qué sentido tendría, por lo tanto, abrir una comedia romántica con una boda, salvo transgredir el sacramento mediante un amor prohibido? La imagen, sin embargo, ofrece pistas sobre la naturaleza de espejismo de lo que estamos viendo. La composición del plano general toma a Dot en su centro para componer un triángulo en el que las dos ancianas, orgullosas, contemplan desde abajo su figura radiante. Empero, el encuadre cuenta también con dos espejos, situados en horizontal y vertical a izquierda y derecha del profílmico. Se trata de una suerte de trampantojo: basta con ver que la espalda de Dot, situada en el espejo de la izquierda, “rompe” la composición y genera ruido visual sobre lo que de otro modo sería una construcción de plano prácticamente perfecta.

    La enunciación pronto nos sacará de dudas: Dot no es ninguna novia, sino más bien una modelo contratada por una casa de modas para lucir sus vestidos en una especie de desfile lleno de hombres vulgares. Los “nervios” que siente ante su “primera vez” nada tienen que ver con la experiencia sexual, sino que son estrictamente profesionales: quiere el dinero que recibe por exhibirse, a sí misma, en la posición “posible” de novia. Dinero que, además, exige una contrapartida: no contestar con mala educación las insinuaciones de los hombres que la desean durante el desfile –no en tanto novia, obviamente, sino en tanto mujer sexual. Luego Bad Girl comienza poniendo en duda el sacramento matrimonial, o mejor aún, conectándolo de manera explícita con su valor empresarial. El trabajo y el amor, cada uno con su disfraz y su juego de apariencias. Lógicamente, la película incorporará la “posible excepción” a este cortocircuito, encarnado en Eddie y en su conocimiento práctico de la vida. Precisamente en esa primera gran conversación entre ambos es donde Borzage sitúa su “secuencia paradigma”. Y es que hay un mundo “de los simulacros” –el del vestido de novia que debe ser vendido, pero también el de las atracciones de la feria en Coney Island extraordinariamente rodadas-, en oposición a un mundo “de lo real”, en el que los actos tienen consecuencias y la vida, por así decirlo, se impone ante cualquier engaño. Un mundo que, para más señas, Borzage sintetiza en el siguiente plano.


    En el descansillo de la casa de ella, la cámara divide en dos el espacio: lo femenino y lo masculino. La velada ha sido encantadora, sin duda, pero llega la hora de saber si se ha tratado de una atracción –en el sentido lúdico- o de si, por el contrario, ambos protagonistas serán capaces de recorrer juntos un cierto trayecto. La zona izquierda del encuadre es la de ella: esas escaleras que ascienden llevan a la casa en la que vive con su hermano. Ella volverá, una y otra vez, a ocupar ese lugar gracias a la posición de cámara.


    Y –aquí está, sin duda, la grandeza de la escena- lo que podría ser simplemente una conversación más o menos romántica sobre sus intenciones y sus planes de futuro, queda voluntariamente erosionado por Borzage gracias a la introducción de cuatro personas: la mención a un niño que ha nacido en el segundo piso y el recorrido de tres personas que suben y bajan esa misma escalera. La primera es una mujer sin rostro pero con nombre (Paula), sobre la que se sugiere de manera más o menos explícita que actúa como una prostituta. El segundo es un anciano derrotado que discute constantemente con su mujer. La tercera, una viuda en la que se intuye una muerte inminente.


    Lo que Borzage esboza en la escena es, de manera explícita, todo un tapiz sobre las líneas de exclusión, las tensiones, las evidencias de la vida misma. Niños que nacen en el segundo piso y mujeres que mueren en el quinto: personajes a los que la enunciación no se atreve ni siquiera a mirar a los ojos –porque no los tienen, porque no son sino sombreros y piernas que ascienden en un deseo horrible que ha colisionado –de nuevo- el placer sexual con el capital. El director genera uno de los planos más extraordinarios de la cinta al escuchar como la viuda habla por teléfono.


    Ese perfil apenas esbozado por la luz nocturna en el que se proyecta la inminencia de la muerte es toda la historia de su sufrimiento, de su soledad, de su llamada desesperada pidiendo la visita de su hija. No es necesario decir nada más: únicamente mirar con frialdad la imagen para hacerse cargo de la complejidad de lo que la película está planteando: es el flujo de la vida misma, es la intersección de humillaciones y dolores, pero también, es el proyecto mismo de construir algo –un amor, una familia- donde el territorio parece absolutamente hostil. Veamos, por lo demás, que en el cierre de la secuencia, los dos personajes principales comparecen en el mismo plano, si bien es ella la que llevará el peso de la atención de la cámara.


    Resulta insoportable escuchar esa vieja cantinela a propósito de la ingenuidad y la visión reaccionaria del Hollywood clásico. Basta tomarse la molestia de observar estos cuatro minutos de película para ser conscientes de hasta qué punto Borzage hizo partir a sus personajes de un conocimiento estrictamente brutal de lo real.


    La escena termina con una confesión que es, a la vez, una promesa: Eddie le ofrece su nombre verdadero, su lugar de trabajo, su número de teléfono, y lo rubrica con un casto pero necesario beso fugaz en los labios. El funcionamiento de la escena es extraordinario precisamente porque su capacidad romántica, su posibilidad para decir algo del amor, ha superado con creces todos los problemas textuales que han intentado erosionarlo.

    Ciertamente, resulta insoportable escuchar esa vieja cantinela a propósito de la ingenuidad y la visión reaccionaria del Hollywood clásico. Basta tomarse la molestia de observar estos cuatro minutos de película para ser conscientes de hasta qué punto Borzage hizo partir a sus personajes de un conocimiento estrictamente brutal de lo real: el amor no flota en el aire y se posa en los cuerpos como un embrujo inexplicable. Antes bien, está atravesado por los problemas y los placeres de la carne (la prostituta sin rostro que cruza ambos cuerpos), pero también por la vejez, por la miseria, por el cansancio y, finalmente, por la muerte.

    Únicamente ese conocimiento –eso que hemos aprendido, al mismo tiempo que nuestros personajes, en la “secuencia paradigma”- es lo que permite que, cuando lleguemos al final de la cinta, creamos en eso que, en fin, no es un milagro ni mucho menos un Happy end. Creemos en el último plano en el que, como si se tratara de una rima sobre el primero, también se construye una suerte de triángulo.


     A propósito de este plano: ¿No es, en cierta medida, como si esos tres personajes estuvieran atrapados entre dos pantallas de cine: la que nosotros contemplamos, pero también la trasera en la que el director arroja sus retroproyecciones?


    Lo importante no es la boda –de hecho, Borzage deja fuera del relato, en elipsis, la boda real entre Eddie y Dot-, ni el traje, ni siquiera toda esa colección de promesas más o menos manidas que se levantan sobre el amor. Lo importante es la cercanía de los cuerpos y su aceptación de las escrituras del tiempo, el fracaso y la muerte.

    Y por cierto, y a riesgo de realizar un pequeño ejercicio de torsión en la interpretación, ¿no les parece hermoso el reencuadre que Borzage realiza con la ventana trasera del taxi? ¿No es, en cierta medida, como si esos tres personajes estuvieran atrapados entre dos pantallas de cine: la que nosotros contemplamos, pero también la trasera en la que el director arroja sus retroproyecciones? Sin duda es decir demasiado, pero también hay una verdad en ese gesto de los tres cuerpos que se mantienen unidos gracias al poder de las ficciones que, por su potencia y su capacidad de creer en la tremenda épica del bien, les mantienen.


    Aarón Rodríguez Serrano
    © Revista EAM / Madrid


    Ficha técnica
    Estados Unidos, 1931. Título Original: Bad Girl. Director: Frank Borzage. Guion: Edwin J. Burke. Productora: Fox Film. Estreno: 19 de Septiembre de 1931. Fotografía: Chester Lyons. Productor: Sin Acreditar. Montaje: Margaret Clancey. Asistente de dirección: Lew Borzage. Intérpretes: James Dunn, Sally Eilers, Minna Gombell, Frank Austin, Irving Bacon, Sue Borzage, Frank Darien, Jesse de Vorska.


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