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    La chica que sanaba
    Cine Alemán Siglo XXI
    Foto: Rubén Seca (EAM)

    Larga vida a los desastres

    Palmarés de la 65º edición del Festival de San Sebastián.

    Cerramos la 65 edición del Zinemaldia con una de las Conchas de Oro más aplaudidas entre la concurrencia del Kursaal. El jurado presidido por John Malkovich se desmarca de las tendencias festivaleras habituales dando el máximo galardón a una comedia que ha hecho las delicias del público, y que a buen seguro tendrá su réplica en las taquillas. Una Concha al desenfado, a la ligereza y a la entrañabilidad de una buddy movie en su interior y desde fuera, que quizá no ayude a consolidar una identidad de heterodoxia para el festival, pero que dará que hablar. Quién le iba a decir al bueno de Tommy Wiseau que su maravillosamente infame The Room iba a aparecer encabezando el palmarés de un gran festival. Aunque sea de forma indirecta para darle un nuevo impulso a la carrera de Franco como auteur. Más allá de esta sorpresa que personalmente recibimos con agrado, en la selección se aprecia una sensibilidad feminista. El doble premio a la estupenda Alanis es una manera de celebrar el papel femenino tras las cámaras y en el mundo que las rodea: en el primer caso, la argentina Anahí Berneri se lleva la primera Concha de Plata a la mejor dirección femenina de toda la historia del certamen; en el segundo, el premio a la cálida actuación de Sofía Gala es todo un homenaje a las mujeres fuertes e independientes pese a las inclemencias. El jurado también ha querido redondear la jugada premiando al documental belga Ni juge, ni soumise por la fuerza de su protagonista femenina, una jueza de instrucción bruselense. Más desconcertantes se nos antojan los premios al guion de la argentina Una especie de familia (precisamente su mayor punto débil) y a la decepcionante Handia. La gran ausencia, el japonés Nobuhiro Suwa. Le lion est mort ce soir es sin duda la película de mayor aliento y trascendencia que ha pasado por esta Sección Oficial. Pero el tiempo es un juez que no entiende de premios.

    Competición:

    Concha de Oro a la mejor película: The Disaster Artist de James Franco (Estados Unidos).
    Premio especial del jurado: Handia de Aitor Arregi y Jon Garaño (España).
    Mención especial del jurado: para la jueza Anne Gruwez, por su aparición en So help me god de Jean Libon e Yves Hinant (Francia, Bélgica).
    Concha de Plata a la mejor directora: Anahí Berneri por Alanis (Argentina).
    Concha de Plata a la mejor actriz: Sofía Gala por Alanis (Argentina).
    Concha de Plata al mejor actor: Bogdan Dumitrache por Pororoca (Rumanía)..
    Premio del jurado a la mejor fotografía: Florian Ballhäus por Der hauptmann (El capitán) (Alemania).
    Premio del jurado al mejor guion: Diego Lerman y María Meira por Una especie de familia (Argentina).

    Nuevos Directores:

    Mejor película: The sower (Le semeur) de Marine Francen (Francia).
    Mención especial: Matar a Jesús de Laura Mora (Colombia).

    Zabaltegi-Tabakalera:

    Mejor película: Braguino de Clément Cogitore (Francia).
    Mención especial: Spell Reel de Filipa César (Francia).
    Mención especial: a la actriz Daria Zhovner por Tesnota de Kantemir Balagov (Rusia).

    Horizontes Latinos:

    Mejor película: Los perros de Marcela Said (Chile).

    Premios paralelos:

    Premio FIPRESCI: Life and nothing more de Antonio Méndez-Esparza (España).
    Premio SIGNIS: Life and nothing more de Antonio Méndez-Esparza (España).
    Premio del público: Tres anuncios en las afueras de Ebbing, Misuri de Martin McDonagh (Reino Unido).
    Premio del público a la mejor película europea: Custodia compartida de Xavier Legrand (Francia).
    Premio Cine en Construcción: Ferrugem de Aly Muritiba (Brasil).
    Premio de la Juventud: Matar a Jesús de Laura Mora (Colombia).


    por Redacción EAM
    septiembre 30, 2017

    Palmarés de la 65ª edición del Festival de San Sebastián: The Disaster Artist, de James Franco, Concha de Oro

    por Redacción EAM | septiembre 30, 2017

    Apuesta para el Palmarés de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Llega el momento de la verdad. Tras nueve intensos días, se pone broche a una nueva edición del Festival de San Sebastián con el cuadro de honor. Predecir el resultado final es una tarea imposible, ya que la lógica nunca fue la base de los jurados de los certámenes de Categoría A. A priori, en esta entrega destacaron dos títulos por encima del resto: la rumana Pororoca y la franco-japonesa Le lion est mort ce soir. Con probabilidad, su presencia en el palmarés será testimonial o nula. Filmes como Soldiers. Story from Ferentari o La vida y nada más, de alto calado social, parecen protagonistas propicios para la noche de hoy sábado. A continuación, nuestro pronóstico.

    Concha de Oro a la mejor película: Soldiers. Story from Ferentari de Ivana Mladenovic (Rumanía).
    Concha de Plata a la mejor dirección: Antonio Méndez Esparza por La vida y nada más (España).
    Concha de Plata a la mejor actriz: Maria-Victoria Dragus por Licht (Austria).
    Concha de Plata al mejor actor: Bogdan Dumitrache por Pororoca (Rumanía).
    Premio especial del jurado: Alanis de Anahí Berneri (Argentina).
    Premio del jurado a la mejor fotografía: Lennert Hillege por Beyond Words (Países Bajos).
    Premio del jurado al mejor guion: Emmanuel Finkiel por La douleur (Francia).

    ... Y si reinara la locura y el equipo de EAM, comandado por Miguel Muñoz Garnica, conformara el Jurado:

    Concha de Oro a la mejor película: Le lion est mort ce soir de Nobuhiro Suwa (Francia).
    Concha de Plata a la mejor dirección: Anahí Berneri por Alanis (Argentina).
    Concha de Plata a la mejor actriz: Sofía Gala por Alanis (Argentina).
    Concha de Plata al mejor actor: James Franco por The Disaster Artist (Estados Unidos).
    Premio especial del jurado: Sollers Point de Matt Porterfield (Estados Unidos).
    Premio del jurado a la mejor fotografía: Liviu Marghidan por Pororoca (Rumanía).
    Premio del jurado al mejor guion: Manuel Martín Cuenca y Alejandro Hernández por El autor (España).

    Artículo 14 del Reglamento del SSIFF: «El Jurado Oficial tendrá a su disposición un Premio Especial para su libre adjudicación a la película que considere que tenga méritos para recibirlo, debiendo mencionar la motivación que la hace merecedora del mismo. La Concha de Oro no podrá ser ex aequo. No podrán otorgarse más de dos premios oficiales ex aequo».
    por Redacción EAM
    septiembre 30, 2017

    ¿Quién ganará la Concha de Oro? Apuesta para el Palmarés de la 65ª edición del Festival de San Sebastián

    por Redacción EAM | septiembre 30, 2017

    Au revoir, auteur

    Crónica número VIII de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    La decadencia del cine europeo y sudamericano en el último lustro es evidente. Una involución que ha contado con escenarios de excepción: los festivales de cine. A la par que el resto de protagonistas de esta función, la prensa y el público, la ficción del viejo continente e hispanoamericana han entrado en un bucle identitario; incapaces de sobrepasar al retrato como modus operandi para capturar un pedazo de pasado o presente social. Pesan en exceso las ideologías, también la escasa empatía con el espectador. Una tara representada por los autores más veteranos. Los últimos filmes de Michael Haneke o Andrei Zvyagintsev, por citar alguno de los más ilustres que componen Perlas, la sección destinada al público del Zinemaldia, continúan estancados en los rodeos que compusieron su filmografía reciente. Estilemas, solo estilemas, de una narrativa articulada sobre el dolor de una sociedad media que se desangra lentamente, víctima de la codicia y la ignorancia. Hijos del capitalismo que ya no son dueños de su futuro. El cineasta europeo se ha parapetado, valga la paradoja, en esa posición de comodidad que alguna vez disfrutaron sus protagonistas. Y el destino parece ya una cuestión de inspiración efímera. Las nuevas generaciones no parecen que porten la luz necesaria. Cinco años de Nuevos Directores han otorgado muy pocos cimientos que soporten la cinematografía europea venidera. La eterna búsqueda del impacto partiendo de la copia ha dejado numerosos nombres que encontraron el olvido antes de tiempo. Y así, de este modo, la Europa cinematográfica se muere. La latinoamericana, en cambio, le cuesta sobrepasar la pubertad. Más allá de realizadores como Pablo Larraín, Lucrecia Martel o Sebastián Lelio, o lo más veteranos Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón o Alejandro G. Iñárritu, creadores con un imaginario propio que no entiende de fronteras o nacionalidades, el cine facturado en la América hispana ha pasado de tendencia a invitada incómoda. La reiteración en sus temáticas y su escasa capacidad de abordar la imagen como recurso capital de una narrativa sólida la está alejando de la primera línea, y condenando al ostracismo de secciones paralelas de eventos como este Festival de San Sebastián cuyo grueso programático se nutre de las mentadas dos fuentes. Una coyuntura que justifica una 65ª edición tan escuálida, donde productos simplemente decentes han brillado con fuerza entre tanta mediocridad. Cannes y Venecia ya lo anunciaron: nos encontramos ante un curso demoledor que se lo va a jugar todo en la repesca con estatuillas doradas de por medio.

    por Redacción EAM
    septiembre 30, 2017

    Festival de San Sebastián 2017 (VIII) | Críticas: «Der hauptmann (The Captain)», «La buena esposa», «Apostasy», «The night I swam» & «Matar a Jesús»

    por Redacción EAM | septiembre 30, 2017

    Alimentar la mente

    Crónica número VII de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Hay quien piensa que ver muchas películas en un solo día, una detrás de otra, impide el adecuado disfrute de cada una de ellas, o incluso que no se logrará una proporcionada comprensión de las mismas tal que si se tratara de una tarea titánica, algo así como leerse la obra completa de Kant de una sola sentada. Y ya que traemos a colación la lectura, también se opina que sucede de igual manera con los libros: no hay que atiborrarse, hay que mantener un lapso de tiempo prudencial entre uno y otro para que puedan dejar poso en nuestro cerebro. Lewis Carroll, en su conferencia impartida en el año 1884 titulada Alimentar la mente (Feeding the Mind), publicada póstumamente en 1907, afirmaba que era menester dar alimento a nuestra mente tal que si se tratase de nuestro cuerpo. Esto es, con cuidado de no pillar una indigestión, dando espacio a las comidas para que estas no se confundieran en nuestro estómago y que pudiéramos saborearlas en todo su esplendor. Y aunque admiramos a Carroll, aquí le llevamos con el más grande amor posible la contraria. Porque todo no es sino una cuestión de costumbre, de adecuación y apetencia del gusto. Si hay quien puede pasar semanas y semanas frente al televisor deglutiendo cualquier cosa que le echen por el gaznate, ¿por qué no puede uno estar el mismo número de horas ante una pantalla pero seleccionando qué quiere ver? Pueden ser películas o puede tratarse de libros, pero los amantes del cine y de la lectura jamás hallarán empacho en hacer aquello que más les seduce sin cansarse. Ya llegará el momento de dormir y descansar. Pero mientras tanto, hagamos lo que más deseemos cuanto más podamos, porque la vida es corta y pocas posibilidades nos ofrece de disfrutar sin fin. Todo lo bueno se acaba, nos dicen. Por eso, hagámoslo durar como si el mañana no existiera.

    por Redacción EAM
    septiembre 29, 2017

    Festival de San Sebastián 2017 (VII) | Críticas: «The Disaster Artist», «El león duerme esta noche», «Soldiers. Story from Ferentari» & «A fish out of water»

    por Redacción EAM | septiembre 29, 2017

    Un día cualquiera en el Festival

    Crónica número VI de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Te levantas y tomas un café mientras tu vista intenta aclararse frente a la ventana. El sol ya ha comenzado a brillar implacable, hoy no tocará lluvia, y adviertes que estás dando demasiadas vueltas a la cucharilla. Su tintineo contra la taza sirve de renovado despertador. Corres hacia el baño y abres el grifo de la ducha, levantas la tapa del retrete, descuelgas la toalla y pones pasta dentífrica en el cepillo. No sabes bien el orden en el que has ejecutado estas acciones pues según cierras la puerta del piso al salir ya estás corriendo hacia el ascensor, al portal, a la calle mientras repasas con la programación en la mano qué películas verás ese día. Tus pies vuelan hasta llegar a la primera cola de la jornada. En esta primera proyección mañanera es casi seguro que no podrás elegir la mejor butaca. No importa, el ánimo está fuerte y sientes la pasión del cine vibrando por tu cuerpo. Es un volcán hirviendo. Termina el pase y sales disparado hacia el siguiente. Antes de comer habrá tiempo para otra. Si comes, porque ese filme que solo podrás ver en el pase de las dos de la tarde tiene que ser hoy o nunca. Y allá que te diriges raudo aún ansioso por llenar tus ojos de sueños. De nuevo estás en la calle y admiras algún edificio, sientes el aroma del mar y rápido te acercas hasta la playa para sentir ese otro tipo de conmoción. La luz hiere tus pupilas acostumbradas a la oscuridad. Hablas con quienes están como tú corriendo de una película a otra y cruzas encendidas opiniones y refrescantes intercambios de ideas. El cine es el protagonista absoluto. Te comentan que una estrella muy conocida acaba de llegar al Festival, pero tu cabeza no está para oropeles, no te importa Hollywood, solo miras el reloj deseando tener unas pocas horas para una más. El día declina y ya comienzas a sentir el cansancio de una jornada aprovechada al máximo. Se acerca el momento de escribir la crónica diaria. Has disfrutado y reído, te has emocionado y aburrido, todo sentimiento tiene cabida porque eso es el cine. Y porque esa es tu vida, ajena al mundo artificial que murmura en el exterior, en el Festival.

    por Redacción EAM
    septiembre 28, 2017

    Festival de San Sebastián 2017 (VI) | Críticas: «Sollers Point», «Beyond Words», «La vida y nada más» & «La llamada»

    por Redacción EAM | septiembre 28, 2017

    Olvidados y elegidos

    Crónica número V de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Es un lugar común que al comenzar a leer un libro, un artículo o un texto cualquiera dedicado a un cineasta clásico las primeras líneas estén dedicadas a explicitar su condición de olvidado. Si exceptuamos a John Ford, Alfred Hitchcock o algún otro autor de renombre semejante, y siempre que no sea alguna de sus películas en concreto, que entonces también, nos encontraremos las mismas líneas repetidas hasta lo carnavalesco contándonos la historia de que hoy su obra no se recuerda, se ignora, se desconoce, se… En fin, toda la retahíla habitual. Hay que admitir que es un truco perfecto para ganarse la simpatía del posible lector. Si ocurre que este en verdad lo desconoce, se creerá en la posición de descubrir algo ignoto que tan solo él y unos pocos privilegiados más compartirán casi en secreto. Y en el caso contrario, el de conocerlo, se sentirá uno de esos elegidos para la secta del saber oculto de lo cinematográfico que lo hará superior al resto de los mortales. Para el escritor, tanto si lo cree de verdad como si no, también es un recurso fantástico para dar inicio a sus líneas si las palabras se le atragantan en el arranque, esas que sabemos que muchas veces son las más complicadas, o para dar valor, que devendrá frívolo, a lo que desarrollará a continuación. Si sabemos que la actualidad barre el pasado sin misericordia alguna y que tampoco es extraño encontrarse con loas a lo nuevo cantadas, por lo general, por quienes más desconocen lo viejo, no deberá sorprendernos que el caso contrario también se dé en quienes comentan, reseñan, estudian o charlan a la salida de una proyección sobre cine. Porque el amor es ciego y la pasión no nos hace infalibles. (JLF)

    por Redacción EAM
    septiembre 27, 2017

    Festival de San Sebastián 2017 (V) | Críticas: «Pororoca», «Morir», «Borg/McEnroe», «From Where We've Fallen» & «The Seed of Violence»

    por Redacción EAM | septiembre 27, 2017

    Blanco

    Crítica ★★★★★ de La cordillera (Santiago Mitre, Argentina, 2017).

    La nueva película del argentino Santiago Mitre se inicia con una secuencia que bien podría funcionar como metáfora visual de una tendencia política que se está repitiendo en los últimos años. A las puertas de la Casa Rosada, un trabajador intenta acceder con su furgoneta cuando hay un problema con su identificación. A partir de aquí, iremos pasando de este al conserje, del conserje al guarda, del guarda al cocinero… y así hasta llegar al mismísimo despacho presidencial. La cámara va saltando de uno a otro en una especie de escalada hacia la cima político-social; es el viaje del currante de a pie al lugar donde trabaja la persona más importante de un país. En una sociedad hastiada por una clase política elitista, burguesa y ladrona, gran parte de la ampliamente llamada nueva política ha promocionado su origen humilde como la gran baza de su honestidad. Es la representación visual de cómo el hombre de la calle, el humilde trabajador, se dirige hacia la toma del poder para soliviantarlo. Esta primera toma de contacto con la película no tiene otro significado que no sea el de establecer la idea que manipulará y estirará dramáticamente a lo largo de los siguientes minutos. En efecto, ninguno de estos trabajadores ni sus motivaciones tendrán ningún interés posterior, es simplemente parte del mecanismo para establecer el tema. Mitre se propone desmitificar esta percepción de la política actual a través de una película inteligente y profundamente pesimista. En La cordillera, el presidente argentino Hernán Blanco (excelente, como siempre, Ricardo Darín) asiste a una cumbre de países sudamericanos para crear una empresa petrolera transnacional con Brasil presionando por llevarse la parte más jugosa del pastel. Mientras, la sombra de un caso de corrupción planea sobre su gobierno e implica directamente a un miembro de su familia.

    La reunión se celebra en plena cordillera de los Andes, a más de 3000 metros de altura. Los picos y las montañas nevadas proporcionan a Mitre el escenario perfecto para transmitir ese vértigo al que se enfrenta cualquier político en la cúspide de su carrera cuando todo está en juego. Blanco está a punto de caer por el precipicio a nivel tanto político como personal. El director de Paulina construye un análisis de la personalidad del presidente a través de cuatro tramas que suceden paralelamente en un mismo espacio: la política internacional, con la cumbre de presidentes en la que Blanco parece funcionar como marioneta de todos pero que terminará siendo quien decante la balanza del acuerdo con sus intereses personales; las relaciones dentro de su círculo de colaboradores más cercano, que parecen manipularle y gobernar en la sombra pero que terminará por domesticar y silenciar; su hija Marina, traumatizada por un hecho ocurrido en su adolescencia y que intenta desenterrar los fantasmas del pasado a través de la hipnosis; por último, una periodista entrevista a los presidentes y es en sus conversaciones donde salen a relucir las reflexiones y contradicciones de estos mandatarios. En todos y cada uno de estos hilos, que funcionan con la precisión de un reloj, Mitre empieza presentando a Blanco como alguien ajeno a la triquiñuela y a la confrontación política: parece que todos toman decisiones por él, que es simplemente un espectador al que el resto le soluciona unos problemas que le vienen grandes. El «hombre del pueblo» parece desbordado; a primera vista, su campechanía no es suficiente para ostentar tanta responsabilidad. Sin embargo, es en el desarrollo narrativo donde poco a poco y de manera muy astuta se nos va derrumbando en cada frente la visión de quien creíamos limpio e inmaculado, de una persona que parecía no esconder ningún cadáver en el armario.

    por Víctor Blanes Picó
    septiembre 26, 2017

    Crítica | La cordillera

    por Víctor Blanes Picó | septiembre 26, 2017

    Paleta de realidades

    Crónica número IV de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Un festival de cine es más que un festival y más que cine; es un encuentro de realidades, tanto en lo que respecta a las películas presentadas, provenientes de todos los rincones del mundo, como en lo relativo a todas las personas que, arrastradas por ellas —bien por haber formado parte de su producción, bien por las meras ganas de verlas— a él se acercan. Entre las realidades más prolíficas dentro del panorama festivalero de los últimos años, está la LGTBIQ+, una realidad que hasta hace poco más de una década era relegada al circuito alternativo y que, de pronto, es parte inherente al séptimo arte. Es más, el cine homosexual y transexual (por desgracia, aún no se ha subido al carro el resto de identidades) atraviesa un momento de esplendor, siendo poco casual que dos de las “Perlas” más codiciadas del certamen donostiarra le pertenezcan. Hablamos de 120 pulsaciones por minuto y Call Me By Your Name. La primera, emotivo homenaje a los pioneros que trataron de generar concienciación sobre el SIDA, se llevó el Gran Premio del Jurado del último Festival de Cannes gracias en gran medida a las lágrimas derramadas por su presidente, Pedro Almodóvar; la segunda, centrada en un melancólico romance veraniego, es, para muchos, la mejor película del año, firme candidata a encabezar todos los sensibles tops que dominó Carol hace sólo dos años. Ambas compiten por el Premio Sebastiane, creado en el 2000 precisamente para celebrar la mejor cinta de temática LGTBQI+ presentada en el Zinemaldia. Frente a ellas, hallamos títulos en casi todas las categorías, desde la Sección Oficial (Soldiers. Story from Ferentari) hasta Made in Spain (Pieles), pasando por Culinary Zinema (The Cakemaster), Nuevos Directores (Cargo) y Horizontes Latinos (Una mujer fantástica). Esta última cinta, poseedora ya del Sebastiane Latino, muestra las terribles dificultades a las que se enfrenta una mujer trans en Chile por el mejor hecho de ser mujer trans y estar en Chile… Y eso que en teoría hablamos de un país progresista, pero ¿qué es ser progresista hoy en día? Siempre creemos serlo más de lo que lo somos; y la materia LGTBIQ+, con el espectacular avance que ha experimentado en tan poco tiempo, es perfecto ejemplo de ello. De hecho, el Zinemaldia es uno de esos ambientes que, en su maravillosa apertura de miras, puede llevar a quienes lo visitan al craso error de afirmar que la comunidad LGTBIQ+ debe dejar de lado el “orgullo” y limitarse a disfrutar de los “privilegios” que ha alcanzado. Porque sí, aquí una película tan maravillosa como Call Me By Your Name se valora con la misma objetividad que cualquier otra, pero, entretanto, múltiples son los lugares que prohibirán su proyección; porque, aunque nos cueste creerlo, los tiempos homófobos de 120 pulsaciones por minuto no son en absoluto cosa del pasado, siendo la cruda realidad de Una mujer fantástica mucho más habitual de lo que esperamos. Como el propio cine, San Sebastián es, en el fondo, una burbuja, un contexto de deliciosa liberación que, para bien y para mal, hace olvidar que, ahí fuera, el mundo sigue girando a un ritmo mucho más pausado. A nivel LGTBIQ+ y a todos los niveles. (JR)

    por Redacción EAM
    septiembre 26, 2017

    Festival de San Sebastián 2017 (IV) | Críticas: «Licht (Mademoiselle Paradis)», «Custodia compartida» & «Village Rockstars»

    por Redacción EAM | septiembre 26, 2017

    Amistad por encima de convenciones

    Crítica ★★★ de La reina Victoria y Abdul (Victoria and Abdul, Stephen Frears, Reino Unido, 2017).

    Han pasado veinte años desde que Judi Dench se metiera por primera vez en la piel de la reina Victoria, monarca que gobernó en el Reino Unido durante 63 años (1837-1901), en Su majestad Mrs. Brown (John Madden, 1997), cinta que se centraba en la relación de amistad que la soberana estableció con el caballero escocés John Brown, artífice de que ella recuperase las ganas de vivir tras la muerte de su esposo, el Príncipe Alberto. Aquella impecable interpretación le supuso a la actriz británica una merecida nominación al Óscar que, si bien no se materializó en premio, sí nos mostró lo bien que le sientan a Dench los personajes históricos, siendo directa antesala de la estatuilla dorada como mejor actriz secundaria obtenida tan solo un año después por encarnar a la Reina Elizabeth (ocho escasos minutos en pantalla le bastaron para hacerse merecedora del triunfo) en Shakespeare enamorado (1998), de nuevo a las órdenes de John Madden. Con La reina Victoria y Abdul (2017), una obra que bien podría interpretarse como una secuela espiritual de Su majestad Mrs. Brown, Judi Dench vuelve a lucir la corona sobre su cabeza para ser, por segunda vez en la gran pantalla, la reina Victoria, aunque esta vez sea Stephen Frears –ya curtido en biografías monárquicas tras aquella The Queen (2006) que tantas alegrías le trajo a Helen Mirren– quien está tras las cámaras. Al contrario que en su retrato de la figura de la reina Isabel en los días posteriores a la muerte de la princesa Diana, más serio (aunque no carente de ironía) y meticuloso, la nueva película de Frears se muestra mucho más tímida a la hora de abordar en toda su complejidad política y dramática los pormenores que rodearon a otra polémica y estrecha amistad de la monarca, la que mantuvo durante sus últimos quince años de vida con su fiel sirviente Abdul Karim.

    La cinta comienza con la conmemoración del 50 aniversario de reinado de la reina Victoria, en pleno Raj británico, con la India colonizada por los ingleses. Desde Agra es enviado Abdul, un joven secretario indio (y musulmán), con la misión de entregar una moneda como obsequio a la reina durante las celebraciones, y la química entre ambos es más que evidente desde el mismo instante en que cruzan sus miradas. La curiosidad que, en un principio, se despierta en la monarca hacia ese muchacho tan sencillo y espontáneo, lo suficiente valiente como para tratarla de igual a igual, sin recurrir a las habituales falsas adulaciones que le profesa la mayor parte de la gente que la rodea, fue dando paso a una sincera relación de complicidad y mutua admiración. Así Abdul 'El Munshi'se convirtió en su hombre de confianza y un miembro más de la familia, al que estimaba más que a sus propios hijos. Un confidente, un maestro, casi un amor platónico capaz de ablandar su corazón y que fue ascendido a la calidad de Secretario de la India, algo que levantó ampollas en la Casa Real (con el heredero al trono Bertie a la cabeza), radicalmente enfrentada a esta relación. La película de Frears nos retrata, de forma amable y simpática, las tribulaciones de esta peculiar pareja, así como la inyección de vitalidad que el personaje de Abdul realiza sobre una anciana que, en los primeros minutos de metraje, es presentada como un ser apático, gruñón y aburrido de atender las obligaciones que conllevan su cargo, pero que acaba contagiada de la alegría de vivir de su sirviente. También están mostradas, de un modo un tanto ingenuo, las conspiraciones del círculo cercano a la reina para tratar de separarla de su confidente. El guion de Lee Hall, más enfocado hacia la comedia (aunque el tramo final se torne más dramático e incluso lacrimógeno), reduce el tenso conflicto de intereses políticos y sociales que rodeó a una historia real que no salió a la luz pública hasta 2010, con la aparición de los diarios de Abdul, a una serie de intrigas palaciegas de baja estofa en la que los súbditos de la reina se comportan como desdibujados villanos racistas, intolerantes y egoístas. Por fortuna, estos están interpretados por sólidos secundarios como Eddie Izzard, Olivia Williams o Michael Gambon, que consiguen salvar una función que, por momentos, está a un paso de la caricatura.

    por José Martín León
    septiembre 25, 2017

    Crítica | La reina Victoria y Abdul

    por José Martín León | septiembre 25, 2017

    Flema británica y rudeza vaquera

    Crítica ★★★ de Kingsman: El círculo de oro (Kingsman: The Golden Circle, Matthew Vaughn, Reino Unido, 2017).

    Después de la agradable sorpresa que significó Kingsman: Servicio secreto (2014), la primera entrega cinematográfica basada en el cómic creado por Dave Gibbons y Mark Millar The Secret Service, que recaudó la nada desdeñable cifra de 415 millones de dólares en todo el mundo y cosechó estupendas críticas, era inevitable que sus responsables se decidieran a explotar el filón en más secuelas. Matthew Vaughn, realizador dotado de un talento especial para sacar auténtico oro de proyectos suicidas que, en otras manos, parecerían destinados al mayor de los fracasos –resucitó la fantasía de cuento de hadas con aroma ochentero en la estimulante Stardust (2007) y supo darle una segunda vida a la saga de los mutantes con la rompedora X-Men: Primera generación (2011), después de que su fallido tercer episodio hiciese temer su final–, llegó al primer Kingsman animado por los fabulosos resultados obtenidos con su otra adaptación de un cómic de Mark Millar, la irreverente Kick-Ass: Listo para machacar (2010), todo un revulsivo dentro del género de superhéroes, cargado de humor y una violencia gráfica poco usual en el cine comercial. Al igual que en aquella, el realizador supo combinar unas escenas de acción de lo más originales –que alcanzó su punto álgido en una magistral set piece de casi cinco minutos en la que el agente Harry Hart (Colin Firth) realiza una sangrienta matanza en una iglesia, con decenas de cristianos convertidos en letales asesinos por obra y gracia del experimento tecnológico diseñado por el villano de turno (Samuel L. Jackson) para acabar con la superpoblación– con una visión paródica del género de espías internacionales involucrados en aventuras rocambolescas que tendría a sus más famosos representantes en el agente James Bond 007 o el Ethan Hunt de Tom Cruise en la franquicia de Misión imposible, en un espectáculo divertidísimo y brillantemente rodado.

    En Kingsman: El círculo de oro nos reencontramos con un Eggsy (Taron Egerton) muy diferente al chico de barrio, macarrilla y poco amigo de la disciplina, que fue reclutado y reciclado en una máquina de matar por el agente secreto Harry Hart. Aquí ya es todo un Kingsman, y luce los trajes de diseño con la misma elegancia de gentleman del hombre que le sirvió de Pigmalión. Tras la baja de Hart en la anterior cinta y la desaparición de la mayoría de compañeros en un atentado al inicio de esta, Eggsy y Merlin (formidable Mark Strong, ganando protagonismo y adueñándose de sus escenas) tienen que unir sus fuerzas con una organización norteamericana, homóloga de los Kigsman, denominada Statesman, formada por agentes como Champagne (Jeff Bridges), Tequila (Channing Tatum), Ginger Ale (Halle Berry) y Whiskey (Pedro Pascal), para enfrentarse a una nueva supervillana que amenaza con destruir la humanidad. Se trata de Poppy (Julianne Moore), la jefa del cártel de drogas más importante del mundo que, desde su guarida secreta en lo más profundo de la jungla de Camboya (una suerte de parque temático que recrea restaurantes y boleras estadounidenses de la década de los cincuenta, custodiado por serviciales lacayos y voraces perros robóticos), trafica con todo tipo de estupefacientes, adulterados para acabar con la vida de los millones de consumidores que han tenido acceso a ellos. Su objetivo final es el de extorsionar al Presidente de los Estados Unidos, vendiéndole el antídoto por una gran suma de dinero. Así, sobre el choque cultural entre los metódicos agentes británicos y sus "primos estadounidenses", mucho más rudos en sus ademanes de vaqueros (el personaje de Whiskey, con su bigote a lo Burt Reynolds y su lazo de rodeo como arma principal, supone todo un hallazgo) se sustentan algunos de los chistes más recurrentes de una continuación que aparca un poco la inteligencia y la fina ironía de los diálogos de la primera película en pos de un humor mucho más obvio y facilón, aunque, no por ello, menos efectivo.

    por José Martín León
    septiembre 25, 2017

    Crítica | Kingsman: El círculo de oro

    por José Martín León | septiembre 25, 2017

    La guardiana de la belleza

    Crónica número III de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Veníamos avisados después de la lectura que muchos medios hicieron del pasado Cannes. Este año toca hablar de un modelo de cine al que Donosti ha acogido por todo lo alto con la griega Love Me Not, película que reseñamos en esta crónica y que hereda el papel polémico de la polaca Playground, proyectada aquí el año pasado. Léase, un cine dedicado al exhibicionismo de violencia gratuita con ínfulas de arte provocador, que en cierto modo retoma el apolillado épater le bourgeois para elaborar discursos de pesimismo afectado sobre la condición humana. Ese cine que encierra sus ideas en encuadres de simetrías relamidas, que conciben cada movimiento y cada golpe de sonido como el gesto definitivo de un discurso unívoco y arrogante de desprecio por el ser humano, elaborado por un creador que bien podría concebir sus ficciones igual que hace Javier Gutiérrez en El autor: plantando sus testículos sobre la mesa. Pero no nos pongamos apocalípticos. El mundo de los festivales se mueve en torno a modas que alimentan tanto sus programas como aquello en lo que escogen fijarse sus concurrentes. Aunque este cine de la impostura venga premiado este año nada menos que por una Palma de Oro, nos inclinamos a pensar que siempre tendremos a cineastas como Agnès Varda, dispuestos a recordarnos que las imágenes más libres, vivas y bellas se obtienen cuanto más dispuesto se está a despojarlas de la sombra del ego autoral. Visages, villages, presentada en Donosti como compañía al premio que la francesa ha recibido a su carrera, es una maravilla hija de la espontaneidad, pero también de las ganas de repartir belleza por los lugares más remotos (en eso consiste el proyecto fotográfico del artista JR que la cinta documenta). Se hace difícil no ver a Varda como una guardiana transmisora de una sabiduría vital basada en el saber despojarse y en no perder las ganas de conocer el mundo, cualquiera de sus rincones. Así, confesamos que en nuestras fantasías mentales, casi podemos ver a Varda propinándole sendos cachetes en la mejilla a directores como Avranas.

    por Redacción EAM
    septiembre 25, 2017

    Festival de San Sebastián 2017 (III) | Críticas: «Le sens de la fête», «Love me not», «Una especie de familia» & «La novia del desierto»

    por Redacción EAM | septiembre 25, 2017

    Entrega o cuchillazo

    Crónica número II de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Las salas del Zinemaldia, merced a su amplio tamaño, suelen albergar a numerosos habituales que son poco transparentes con su vivencia de las películas. Los bufidos de desaprobación y los improperios son una tónica habitual, y nos permiten dedicar hoy unos pocos pensamientos a la relación entre cine y actitud vital. The Square y En cuerpo y alma, dos películas que han pasado estos días por Perlas, han sido objeto de bastantes de estas manifestaciones espontáneas. Lo que nos llama la atención de ellas es que, aunque de naturalezas opuestas, ambas constituyen películas que se niegan a ser simples ventanas de la realidad. Sino que sus autores optan por sacar la mano y lanzar migas a sus personajes. Las planteamos como opuestas porque en la muy sueca The Square, las intervenciones de Ruben Östlund se orientan al ridículo de sus personajes, a retorcer su ficción para mostrarlos ante su mundo como burgueses llenos de falsedad y pose. Mientras que en En cuerpo y alma, Ildikó Enyedi procede a su rescate, historia de amor mediante, para sacarlos de sus respectivas soledades mediante un toque de magia. De Östlund y Enyedi puestos en relación nos fascina cómo el cinismo más agrio y el candor más naíf pueden compartir reacciones de rechazo visceral. No podemos evitar pensar que, en el fondo, nuestra evaluación del cine tiene a menudo que ver con cómo sus propuestas desafían al cínico o al cursi que llevamos dentro, moviéndolo a la entrega o al cuchillazo.

    por Redacción EAM
    septiembre 24, 2017

    Festival de San Sebastián 2017 (II) | Críticas: «La douleur», «Handia», «El tercer asesinato» & «Ni juge, ni soumise»

    por Redacción EAM | septiembre 24, 2017

    Hijo de la sororidad

    Crónica número I de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Bienhallados un año más en nuestra querida Donosti, permítannos arrancar con una declaración de intenciones que es a la vez aviso a navegantes. En el Zinemaldia conviven de forma simultánea varios festivales. Por designarlos de algún modo, está el festival-jungla, el festival-mapa y el festival-parque de atracciones. Desde aquí tratamos de posicionarnos en las coordenadas del primero: la capital guipuzcoana nos ofrece cada año un puñado de películas ante las que contamos con pocos instrumentos de orientación. La mayoría de la Sección Oficial, Zabaltegi y Nuevos Directores no cuenta con autores renombrados, sino con apuestas por nombres sin aura entre las que buscar alguna gema. San Sebastián, en este sentido, ha virado algo más hacia el riesgo en estos últimos años y es algo que celebramos. Para el festival-mapa, contamos con una sección como Perlas, donde la apuesta varía sustancialmente. Ya no se trata tanto de reivindicar talentos ocultos, sino de elaborar una lectura del circuito de festivales del año: reunir a las cintas que más han trascendido y que ya tienen su estreno español asegurado. Por último, el festival-parque de atracciones se desarrolla en torno a la alfombra roja y a los selfies con el Schwarzenegger o la Penélope de turno, o bien guiado por los hypes del momento, a la caza de ver antes que el público de salas los estrenos más esperados. Conviene tener en mente esta distinción porque, a menudo, los tres festivales tienden a mezclarse en la mente de buena parte de la prensa desplegada en la ciudad. El festival-jungla tiene un inconveniente inevitable: siempre emerge alguna joyita que reivindicar, pero antes de llegar a ella hay que pasar por numerosos intentos fallidos. Desde EAM, consideramos que la labor más valiosa que podemos aspirar a conseguir es elaborar nuestro propio mapa sobre qué merece la pena rescatar de entre la maleza. Pero en este mundo contaminado de amateurismo en el que se ha convertido la crítica de cine, verán a menudo manifestaciones de medios y blogs que navegan por el festival-jungla con la brújula del festival-parque de atracciones: dedicándose a machacar día a día una demanda, tan pueril como imposible, de que el festival no ofrezca más que buen cine (o su idea de buen cine), limitando su discurso al antiprofesional “no me estoy divirtiendo”. Por otro lado, este año como tantos otros volveremos a leer la queja tan recurrente de la existencia de Perlas como sección cuya calidad eclipsa a la Oficial. De nuevo, se trata de incapacidad para distinguir la multiplicidad de criterios que conforman un festival: el festival-mapa que forma Perlas no tiene más finalidad que adelantar visionados de futuros estrenos españoles (un recurso muy valioso para los medios, por cierto) y, de paso, remachar una seña de identidad tan potente del Zinemaldia como es su condición de festival de público. Disparar contra el certamen con la escopeta de acreditado y las gafas de espectador de cine es, cuando menos, injusto. Por nuestra parte, y esperamos que nos disculpen el arrebato, les invitamos a acompañarnos desde hoy en nuestra expedición por la jungla.

    por Miguel Muñoz Garnica
    septiembre 23, 2017

    Festival de San Sebastián 2017 (I) | Críticas: «Alanis», «El autor» & «Inmersión (Submergence)»

    por Miguel Muñoz Garnica | septiembre 23, 2017
    A war

    La épica del fracaso

    Crítica ★★★ de A war (Krigen, Tobias Lindholm, Dinamarca, 2015).

    La representación de los conflictos bélicos en el arte ha sido a menudo un vehículo para la glorificación del autor de la obra y, sobre todo, sus protagonistas. Conviene no olvidar que la Guerra como motor artístico existe ya en los anales de la pintura, la escultura y la literatura, y su exploración ha sido uno de los temas más recurrentes a lo largo de los siglos. La potente narrativa de la épica en el mundo clásico fluyó con gran difusión, gracias, en parte, a su transmisión oral. Homero, probablemente el referente más conocido para la mayoría, adaptó en dos epopeyas todo el universo, la cosmología de la violencia como instrumento de dignificación del Ser Humano. La Guerra de Troya elevó al poeta griego a la categoría de los dioses más venerados en su mitología. Desde luego, en la actualidad, digamos, reciente, entendida desde el siglo XIX, este paradigma ha cambiado radicalmente, por medio de un fluctuante proceso histórico-cultural. Los intentos de alabanza de la energía y la fuerza bélica, de la mano de algunos movimientos artísticos como el futurismo, acabaron estigmatizando a sus impulsores más rabiosos, como el italiano Marinetti. La ultraviolencia del siglo XX demostró —gracias, en parte, a la ingente cantidad de material periodístico, fotografías, testimonios y videograbaciones— cuán abyecto puede llegar a ser el hombre en medio de un entorno de barbarie. No ha transcurrido ni un cuarto del nuevo siglo y, sin embargo, el arte en general y la cinematografía en particular han fijado su mirada en la actualidad internacional de los conflictos más sonados en los últimos quince años, durante los cuales ha ocurrido nada más y nada menos que una consecuencia natural de la geopolítica del XX. En cualquier caso, el Cine reciente, como instrumento social que es —en el mejor de los sentidos—, ha abordado la Guerra desde un prisma muy distinto a aquella lejana épica de la conquista ahora, tan poco conveniente de reivindicar (piénsese en cómo han sido retratados Gengis Kan o Napoleón frente a Hitler). La inmersión en la cotidianidad de un entorno manchado por la macroviolencia ha generado una fecunda y diversa línea de producciones cinematográficas, las cuales han optado por alejar el foco de atención de los generales, cancilleres y ministros, y centrarlo en los autores materiales —en terminología jurídica— o los sujetos casi anónimos que participan de una u otra manera en el conflicto, cuando no son los directos afectados. Tobias Lindholm pertenece a una de las generaciones más interesantes del cine europeo actual. Receptor, en alguna medida, de la eclosión del manifiesto Dogma95, el danés se ha forjado una filmografía sólida especialmente como guionista. Suyos han sido los libretos de dos de las mejores películas de su contemporáneo Thomas Vinterberg. El talento demostrado con La caza (2012) y La comuna (2016) basta para concederle atención a cada una de sus incursiones en la dirección. Krigen (2016) es el título de su más reciente producción, y trata precisamente el tema de la Guerra, desde un punto de vista bastante particular: la culpa.

    El oficial del ejército danés Claus Michael Pedersen (una interpretación de Pilou Asbæke digna de mención, contenida y expresiva, sobre todo en sus silencios, en lo que transmite con una intensa mirada de fatiga) dirige una compañía que realiza misiones de patrulla y desactivación de minas en Afganistán. Los días en el terreno transcurren con una enrarecida y tensa cotidianidad. La muerte de un soldado al pisar una mina antipersonal añade una pesada carga al duro transcurso de los días. Claus no es un actor principal del conflicto; su rango de responsabilidades dista mucho del aparato que toma las decisiones a gran escala en el conflicto, y tampoco responde a esa heroicidad y habilidades sobrehumanas para sobrevivir en un territorio hostil de algunos de los personajes de la cinematografía reciente. Simplemente se preocupa en mantener vivos y sanos a sus hombres. De igual manera, en un desarrollo paralelo muy bien estructurado, su esposa Maria (Tuva Novotny) lleva una rutina que podríamos denominar análoga. Se hace cargo de tres hijos pequeños, con todas las eventualidades y dificultades que puede llegar a afrontar una familia de clase media: el colegio, el hospital, el parque. Los hijos, de un modo inconsciente, sufren las consecuencias del padre ausente, de la violencia en la que este está inmerso, lo cual lleva a sacar una interesante conclusión: a pesar de la distancia, ambos están viviendo y actuando en el mismo conflicto. La primera mitad de Krigen se desarrolla con este extraño equilibrio, entre llamadas telefónicas y los desfases horarios. Quizás es aquí donde más resuenan los ecos de La odisea, de Homero. Claus/Ulises se encuentra en un largo viaje, lejos de su Ítaca, mientras Penélope/Maria espera paciente el día de su regreso. Lo curioso es que, al producirse este regreso —de una manera abrupta—, la película muta. Se transforma de un drama bélico a una suerte de drama judicial, si nos atenemos a la nomenclatura más trivial sobre los géneros. ¿Qué habría ocurrido en la inmortal obra de la literatura clásica si el héroe hubiese regresado antes de tiempo? ¿Cómo afrontaría el fracaso?

    por Luis Enrique Forero Varela
    septiembre 21, 2017

    Crítica | A war (Una guerra)

    por Luis Enrique Forero Varela | septiembre 21, 2017

    Un cuento alemán

    Crítica ★★★ de Bye Bye Germany (Es war einmal in Deutschland... Auf Wiedersehen Deutschland, Sam Garbarski, Alemania, 2017).

    El título original de Bye Bye Germany, película del director de origen alemán establecido en Bélgica Sam Garbarski, es Es war einmal in Deutschland... La expresión germana “Es war einmal” vendría a ser nuestro “Érase una vez” con el que comienzan los cuentos infantiles, algo totalmente congruente con la actitud del protagonista de la cinta, David, un superviviente de los campos de concentración que, a lo largo del metraje, se inventa diferentes historias para no asumir la realidad de lo ocurrido allí. La imaginación y las bromas como forma de enfrentarse al horror indescriptible. El cine alemán más actual vuelve a enfrentarse a temas históricos apenas tratados hasta ahora en la gran pantalla: en este caso, basándose en la trilogía de novelas Teilacher de Michel Bergmann, Garbarski aborda qué fue de los judíos inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, algo de lo que sabíamos muy poco hasta un episodio tan relevante como el secuestro en 1960 en Buenos Aires de Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS, por parte del Mossad, hecho que ya se escenificó en filmes como Hannah Arendt (Margarethe von Trotta, 2012) o El caso Fritz Bauer (Lars Kraume, 2015). En el año 1946, “la devastada Alemania de posguerra fue reconstruida a imagen de sus vencedores, y la política predominante fue en gran medida la de Estados Unidos, el vencedor más poderoso” , mientras que los judíos esperaban en campos de refugiados a tener la oportunidad para emigrar de un país en el que se les compadecía al mismo tiempo que se les seguía rechazando.

    Con una ambientación clásica y una dirección que prioriza los primeros planos, Garbarski le ofrece todo el protagonismo a un actor muy versado como es Moritz Bleibtreu (con quien ya trabajara en Vijay and I —2013—), quien conduce a su David con una interpretación tan contenida y naturalista que muchas veces la comedia, o lo que se podría esperar de ella, queda camuflada. Como viene siendo habitual también en las manifestaciones más recientes del género dentro de la cinematografía alemana, la comedia no se apoya en las directrices que habitualmente dirigen la narración, introduciéndose en terrenos ambiguos de los que es tan difícil reírse como no hacerlo. En esta ocasión se opta por una recreación de época costumbrista, con un guion que arremete directamente y sin piedad contra aquellos a los que apunta, mientras que se apiada de ese grupo de perdedores, liderados por David, que montan un negocio de venta apelando a la ignorancia y al sentimiento de culpabilidad de los potenciales compradores. Pero, lejos de lo que su distribución tanto dentro como fuera de sus fronteras da a entender en diversos tráileres y sinopsis, la película no se centra en absoluto en esta trama, llegando a quedarse en un plano secundario.

    por Sofía Pérez Delgado
    septiembre 21, 2017

    Crítica | Bye Bye Germany

    por Sofía Pérez Delgado | septiembre 21, 2017

    Una imagen vale más que una novela

    Crítica ★★★ de La historia del amor (The History of Love, Radu Mihaileanu, Francia, 2016).

    Hay películas a las que les gusta dejar sus cartas sobre la mesa desde un principio, en lugar de ocultarlas, jugar al despiste, ir dando y reteniendo información para construir un suspense con sorpresa final… que es lo más habitual en ciertos géneros. En cambio las primeras, cuando siguen las pautas concretas de otro género o temática, anticipan desde su premisa, o como tarde en sus minutos iniciales, el tipo de historia que nos van a contar y cómo van a hacerlo. Más rara es la combinación de ambos extremos: arrancar con una introducción repleta de datos, ya sean visuales o sonoros o una mezcla de ambos, a partir de los cuales podemos adivinar el grueso de la trama, y al mismo tiempo intentar desarrollarla por derroteros inesperados, con éxito a menudo relativo. Esto es lo que sucede en el último trabajo del rumano Radu Mihaileanu, que alejado de la corriente neorrealista del cine de su país se ha ido forjando una carrera más comercial, con relatos tan enrevesados como palmarios, lo cual probablemente alcanza su culmen en esta titulada nada menos que La historia del amor (The History of Love). Por detallar la contraposición anterior, el metraje arranca con un largo plano secuencia, una panorámica de un huerto abandonado, en blanco y negro, mientras oímos a alguien cantando que luego resulta estar ausente, al igual que las casas del pueblo que van desapareciendo, sustituidas por ruinas, a medida que la cámara las recorre en ángulo cenital, mientras una voz en off recoge las primeras palabras de la novela homónima del título, al tiempo que el plano adquiere color y termina junto al tronco de un árbol donde se besa la pareja protagonista, antes de ser fotografiados y congelarse la imagen. Es una impresionante toma que adelanta casi todos los puntos básicos de esta grandilocuente historia, aunque varios de ellos solo cobran sentido en su desenlace, como esas frases que oímos en off o la tercera persona que realiza la fotografía.

    El que Mihaileanu apuesta por esta estrategia por así decir dual queda patente al final, con un plano más sencillo pero simétrico con el inicial. Entre medias, nos narra la epopeya romántica de dos exiliados polacos a causa de la Segunda Guerra Mundial, primero ella (gran Gemma Arterton) y luego él (convincente Mark Rendall), ambos fugados a Nueva York pero a destiempo, con el consiguiente obstáculo y retraso para cumplir su promesa de amor eterno. De hecho esta parte del relato, ambientada en el pasado, se entrelaza con la presente donde el protagonista masculino (ahora Derek Jacobi) se ha convertido en un viejo solitario y alucinatorio que malgasta sus últimas horas en un piso de Manhattan. A su vez, la gran urbe es testigo de una trama paralela, liderada por una joven enamoradiza (encantadora Sophie Nélisse) cuya madre resulta ser admiradora del libro que escribió nuestro atormentado héroe para seducir para siempre a su prometida. Hasta tal punto resulta hechizante el entramado literario que la citada novia aparece reencarnada en esa adolescente, compartiendo ambas el nombre de Alma y el interés que acaban profesando al personaje masculino, aún cuando su ancianidad sería entonces más propicia a otro tipo de compromiso. La convergencia que cobran ambas relaciones se confirma en el antes mencionado plano de cierre, también congelado y de ambientación bucólica, aunque ahora nos traslademos de la campiña polaca a Central Park, uno de sus referentes sea de edad mucho más avanzada y la otra tenga rasgos físicos distintos. El efecto es de oportuna resolución y emoción catártica, pero también de ética cuestionable, adquiriendo un deje anticuado por el que una vez más la vieja perspectiva masculina impone sus fantasías a los personajes femeninos que la rodean.

    por Ignacio Navarro
    septiembre 21, 2017

    Crítica | La historia del amor

    por Ignacio Navarro | septiembre 21, 2017

    No era ambición, era inmortalidad.

    Crítica ★★★★★ de Z. La ciudad perdida (The Lost City of Z, James Gray, EE.UU., 2016).

    Resulta sorprendente leer tantos comentarios acerca del supuesto clasicismo de James Gray. Se aferran a esa remota posibilidad de encontrarse con un cine antiguo, prueba irrefutable de que nos esforzamos en pedirle a las imágenes una dependencia con el pasado que no siempre existe. Hay que decir que esta mirada de Gray, al mismo tiempo extemporánea y a su vez atemporal, nos regala a un cineasta excelente dotado de una sensibilidad muy espiritual, y por ende una mirada muy cercana a la muerte. Nunca olvidaré la primera vez que vi en una sala de cine El sueño de Ellis (2013). Los que estaban conmigo aquella tarde saben perfectamente lo que supuso esa película para muchos de nosotros. Gray durante horas retuvo el tiempo, asomándose a un abismo próximo a la muerte. Las escenas que ocurren en la isla de Ellis estaban filmadas como eslabones perdidos en un purgatorio lleno de almas marchitas. Sentíamos el dolor, pesaba la tristeza. Llorábamos sin consuelo. No cabe duda, Gray como cineasta piadoso y compasivo explora las huellas centenarias del cine, pero esa inspección, sugestionada, incluso lánguida, engloba un misterio abisal. Vemos en él una frágil línea entre la vida y la muerte. Un limbo de imágenes forjadas de dolor, orilladas, expuestas, desnudas ante el desembarco. El cineasta parece renunciar al tiempo de los vivos porque todo lo mostrado proviene de la ultratumba.

    Z. La ciudad perdida, establece un nuevo punto de vista del director con respecto al dramatismo de la imagen, en el que acentúa la dimensión metafórica y estilizada de su pensamiento fílmico. Basándose en un libro del periodista de la revista The New Yorker, David Grann, la cinta relata la búsqueda desesperada del británico Percy Fawcett por hallar su particular El Dorado a través de la densidad de la selva amazónica. Fawcett (Charlie Hunnam) penetra en el corazón de la jungla para corroborar la existencia de una antigua civilización. Siendo conscientes de la voluntad realista del filme podemos hasta cierto punto entender un acercamiento analítico hacia el clasicismo de un cine en el que la imagen se sabe y reconoce como gesto irrepetible, que no necesita todavía transgredir a tardías lecturas posmodernas. La imagen en términos estrictos torna decisiva en Z. La ciudad perdida más como final que como principio. El estilo de James Gray puede conducirnos de una manera indirecta, y casi siempre subjetiva, a materiales y visiones de cineastas del pasado. El mismo Gray ha tenido en cuenta esas virtuales aproximaciones dirigidas a remotas esferas del gran espectáculo cinematográfico, tanto mirándose en los delirios colosales de David Lean, como gestando envejecidas poéticas de autor. En el propósito evidente de resucitar la admiración absoluta por la imagen majestuosa. Pero dudamos que esta impresión se ajuste realmente al verdadero sentimiento, aliento de la película. Sidney Lumet decía: “A mi entender el buen estilo no se ve. El estilo se siente. El estilo de Ran es totalmente distinto del de Los siete samuráis o Los sueños. Y, sin embargo, todas son en verdad películas de Kurosawa. Estilísticamente, Apocalypse Now y El padrino I, y II no tienen nada en común. Y con toda claridad son obra de Francis Ford Coppola”. Quiero acogerme a estas palabras de Lumet como ejemplo de la cuestionable licencia que podemos atribuirle a unas estampas que no necesitan de reflejos para eternizarse en nuestro imaginario, para ser quizá un recomienzo o una extremaunción acorde al sentido que queramos darle a la existencia, a la vida en sí misma. Lo que articula Gray es un viaje a contracorriente. Un universo que renuncia definitivamente al dialogo para acompañar imágenes convertidas en música, o música convertida en imágenes. Porque su estilo, si nos acogemos de nuevo a la idea de Lumet, es un estilo que se siente, y se escucha, para dejarse ver finalmente en una cascada de láminas geológicas, flotantes, orilladas a la supervivencia del más allá.

    por David Tejero Nogales
    septiembre 19, 2017

    Cine online: Z. La ciudad perdida, de James Gray

    por David Tejero Nogales | septiembre 19, 2017

    Defacement

    Crítica ★★★★ de Detroit (Kathryn Bigelow, EE.UU., 2017).

    Hay algo romántico en Detroit, un imperceptible aire de delicada gravedad escénica que se apodera de sus largas avenidas; lo hubo en su momento de mayor esplendor, oculto en la suntuosidad de aquella imponente ciudad del motor con el mejor ritmo de toda Norteamérica —de ahí el nombre del famoso sello discográfico Motown—, y lo hay ahora, después de sufrir una de las debacles económicas más rápidas y corrosivas de la historia que convirtió el acabado gótico de su arquitectura en un entorno tenebroso lleno de misterio, nostalgia y desamparo, tres características esenciales que le hicieron cambiar su nombre por el de ciudad fantasma, un epíteto tan sombrío como atrayente, cuya esencia quedaría inmortalizada con maestría gracias a los retratos compuestos por Alex Proyas y Jim Jarmusch en El cuervo (The Crow, 1994) y Only Lovers Left Alive (2013), entre otros. La realizadora Kathryn Bigelow las tiene todas consigo para hacer de su última película un ejercicio de vehemente misticismo, fundamentado en la ineludible fuerza que el medio ejerce sobre el sujeto. Una percepción intrigante que se acentúa al considerar el poderoso y arriesgado nombre que aparece como elemento de total protagonismo, frente a cualquier otro rótulo o imagen, en el cartel promocional: DETROIT, en mayúsculas y un rojo intenso, sobre un fondo desaturado con la intención de potenciar la contundencia alegórica de ese nombre que emerge como una premonición.

    Una vez comienza el metraje comprobamos que la idealización y la prolongación de la leyenda luctuosa de Detroit no es lo que interesa a la directora, pese a que sí mostrará, de forma secundaria y casi involuntaria, ese contraste entre la grandilocuencia lujosa de los icónicos teatros y salas de concierto de los que salieron grupos de tan insigne reputación como The Supremes, y la sordidez escondida en la otra cara de la ciudad, con entornos tan turbadores como el Algiers Motel, lugar donde se desarrollará la acción principal correspondiente a dos tercios de metraje, y que funcionará como un escenario perfecto para magnificar la claustrofobia y el terror de lo allí acontecido una noche aciaga durante las revueltas acaecidas en la ciudad epónima durante julio de 1967. Así, la cinta arranca con un breve contexto histórico en el que la directora nos presenta, con gran precisión, un timeline de los motivos que llevaron a los habitantes de esa ciudad a levantarse contra la tiránica situación a la que estaban sometidos. En este punto no existe duda de que Bigelow no tiene ningún reparo en señalar a la policía como principal responsable de la escalada de violencia. Esa apertura muestra cómo la opresión e intransigencia racial de un grupo representante de las fuerzas del orden, formado por agentes caucásicos, atenta impunemente contra la libertad de derechos de los ciudadanos de un conocido barrio afroamericano. El explícito diálogo de los policías, mencionando que se hará un ajusticiamiento público y una demostración de poder delante de la comunidad negra, sirve como precedente para que el espectador se sitúe automáticamente en guardia, comprenda que la violación de derechos y el abuso de autoridad está excediendo cualquier maniobra policial legítima, por lo que, según un aprendizaje pragmático asimilado gracias a los multitudinarios ejemplos de conflictos raciales en el primer mundo contemporáneo, es consciente de que la respuesta violenta no sólo es probable, sino que además está justificada. Y, efectivamente, eso es lo que sucede, y eso es lo que esperábamos de un mensaje que, desgraciadamente, se pronuncia con una atemporalidad devastadora.

    por Alberto Sáez Villarino
    septiembre 19, 2017

    Crítica | Detroit

    por Alberto Sáez Villarino | septiembre 19, 2017

    Cambio de sentido

    Palmarés de la 69ª edición de los Primetime Emmy.

    El cuento de la criada (Handmaid’s Tale) releva a Juego de tronos como mejor serie del año en una gala de los Emmy, que cumplían su 69ª edición, donde se impusieron los favoritos. En la categoría de drama, la nombrada serie de Hulu arrasó: serie, actriz, actriz secundaria, actriz invitada, guion y dirección, estos dos últimos por su episodio piloto. «Asumiendo riesgos, HBO ha dado en la diana y nos ha entregado una primera temporada de El cuento de la criada tan redonda que roza la perfección, con un final que deja muchísimas incógnitas en el aire y ganas de conocer el destino de su sufrida heroína». Así hablaba nuestro compañero José Martín de este serial que se ha convertido en la gran revelación del año. Y así lo han remarcado los galardones más importantes de la pequeña pantalla. Por otro lado, en comedia, victoria para Veep en el máximo apartado. Sin embargo fue el programa de sketches Saturday Night Live el gran triunfador, con cuatro premios interpretativos. En el bloque de serie limitada o telefilme, triunfo incontestable de Big Little Lies, que permitió, además, que dos grandes actrices como Nicole Kidman y Laura Dern subieran al proscenio culminando un gran año para ambas. «Jean-Marc Vallée ha confeccionado un hermoso retrato de lo que supone ser mujer en el mundo contemporáneo», apostillaba Juan Roures en su crítica. Se cierra un año televisivo no excesivamente brillante pero con algunos reflejos de revitalización con dos ganadoras del Emmy como punta de lanza: El cuento de la criada –de la que esperamos su segunda temporada— y Big Little Lies.

    DRAMA

    Mejor serie dramática: The Handmaid’s Tale (Hulu).
    Mejor actriz en serie dramática: Elisabeth Moss (The Handmaid’s Tale).
    Mejor actor en serie dramática: Sterling K. Brown (This Is Us).
    Mejor actriz secundaria en serie dramática: Ann Dowd (The Handmaid’s Tale).
    Mejor actor secundario en serie dramática: John Lithgow (The Crown)
    Mejor actriz invitada en serie dramática: Alexis Bledel (The Handmaid’s Tale).
    Mejor actor invitado en serie dramática: Gerald McRaney (This Is Us).
    Mejor guion en serie dramática: «Offred» (Pilot) (The Handmaid’s Tale).
    Mejor dirección en serie dramática: «Offred» (Pilot) (The Handmaid’s Tale).

    COMEDIA

    Mejor serie de comedia: Veep (HBO).
    Mejor actriz en serie de comedia: Julia Louis-Dreyfus (Veep).
    Mejor actor en serie de comedia: Donald Glover (Atlanta).
    Mejor actriz secundaria en serie de comedia: Kate McKinnon (Saturday Night Live).
    Mejor actor secundario en serie de comedia: Alec Baldwin (Saturday Night Live).
    Mejor actriz invitada en serie de comedia: Dave Chapelle (Saturday Night Live).
    Mejor actor invitado en serie de comedia: Melissa McCarthy (Saturday Night Live).
    Mejor guion en serie de comedia: «B.A.N.» (1x07) (Atlanta).
    Mejor dirección en serie de comedia: «Thanksgiving» (2x08) (Masters of none).

    TV-MOVIE O SERIE LIMITADA

    Mejor TV-Movie: Black Mirror: San Junipero (Netflix).
    Mejor serie limitada: Big Little Lies (HBO).
    Mejor actriz en TV-Movie o serie limitada: Nicole Kidman (Big Little Lies).
    Mejor actor en TV-Movie o serie limitada: Riz Ahmed (The Night Of).
    Mejor actriz secundaria en TV-Movie o serie limitada: Laura Dern (Big Little Lies).
    Mejor actor secundario en TV-Movie o serie limitada: Alexander Skarsgard (Big Little Lies).

    por Redacción EAM
    septiembre 18, 2017

    Ganadores Premios Emmy 2017

    por Redacción EAM | septiembre 18, 2017

    Estrenos

    Hate songs

    Streaming

    Ti Mangio
    De humanis El colibrí

    Inéditas

    Sangre en los labios