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    Crítica | Tanna

    Lo nuevo y lo viejo

    Crítica ★★★ de Tanna (Bentley Dean y Martin Butler, Australia, 2015).

    Es famoso el lamento de Emerson acerca de que sus mejores ideas se las robaban sistemáticamente los antiguos; una observación tan lúcida como jocosa, que entronca con la idea borgiana de la inevitabilidad de los «malditos antecesores», cuya existencia haría siempre imposible que alguien pudiera inventar nada. Sin lugar a dudas, Martin Butler y Bentley Dean bien podrían emitir una queja similar a la de los dos escritores citados, ya que al espectador más avezado le resultará inevitable no acordarse, al ver su cinta Tanna (2015) –nominada en los Óscar a la Mejor Película Extranjera–, de una de las obras más destacadas de la historia del cine; me refiero, por supuesto, a Tabú (1931), nacida de la mano de dos cineastas geniales como lo fueron F. W. Murnau y Robert J. Flaherty. Y es que, como en este imperecedero clásico, Tanna se ambienta en una isla del Pacífico, narra una historia de amor imposible y emplea un discurso próximo al reportaje antropológico. En este sentido, es sintomático que los máximos responsables  sean creadores especializados en el género documental; como también lo es que lleven a cabo un filme de «docuficción» inspirado en los que tan bien perfiló a lo largo de su carrera Flaherty, aunque en el caso de Tanna se indique explícitamente la condición de historia ficcionada de la pieza. Ello no es óbice para que asimismo se haga constar que todos los intérpretes son habitantes de la villa de Yakel (igual que se hacía constar al principio de Tabú el origen étnico de los actores) y, también, que el argumento se basa en un hecho real, acaecido en la década de los 80 del siglo pasado.

    Sin embargo, y dado que es de sobras sabido que las comparaciones son odiosas, para juzgar la calidad del largometraje que nos ocupa lo mejor es olvidarnos de su ilustre predecesora. Porque, en última instancia, si Tanna no es tan original como podría parecer a simple vista, o más allá, si en el fondo se trata de una inconfesa «puesta al día» de la película de Murnau, en cualquier caso cuenta con un planteamiento visual propio, sólido e independiente, y deviene una creación notable, cargada como se encuentra de una emoción sincera y desnuda, obtenida gracias al inteligente uso por parte de Butler y Dean de las técnicas del cinema vérité. De esta manera, a la descripción casi etnográfica de las costumbres de los aldeanos, se le suma una trama que enlaza, por su desarrollo pero también por el lirismo arrebatado de su plasmación en imágenes, con las grandes historias de amores contrariados del acervo clásico (v. gr. Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Isabel de Segura y Diego de Marcilla...). No en vano, lo que se interpone entre los jóvenes enamorados, Dain (Mungau Dain) y Wawa (Marie Wawa), es una costumbre de su sociedad que obvia por completo los sentimientos personales: concretamente, el hábito de que los matrimonios sean concertados por los dirigentes de la tribu, y en virtud del cual el romance de los protagonistas pone en peligro las negociaciones de paz entre su pueblo y otro vecino, con el que llevan décadas de enfrentamiento. En realidad, cuanto atañe a la historia de amor sobre la que se asienta el guion posee una encantadora cualidad atemporal, habida cuenta de lo sencillo y clásico de su desarrollo. Y con ello, además, los directores pueden recrearse en cuestiones aparentemente secundarias del relato: como el personaje de Selin (Marceline Rofit), cuya inocencia y rebeldía infantiles parecen corresponderse con la mirada del hombre primigenio; o el volcán Yasur, que al ser venerado como una deidad alcanza proporciones mitológicas conforme avanza el metraje. No es casualidad que el incidente que trunca la relación de Dain y Wawa se produzca cuando Selin esté visitando Yasur por primera vez con el chamán de la aldea, que es también su abuelo (Albi Nagia); o que en el desenlace encuentren en lo alto de su cráter a los protagonistas.

    «Tanna es una obra tan pequeña como deliciosa, que, como si de la propia isla que le da título se tratara, desprende vida por los cuatro costados. Y ello no es solamente mérito de la elegancia, contención y sensibilidad extremas con las que los realizadores cuentan la tragedia de los amantes, sino también de la belleza del paisaje retratado y de las asombrosas interpretaciones de su reparto amateur. Honesta y poética, Tanna nos recuerda por enésima vez el potencial del séptimo arte para sugerir ideas y sensaciones, al mostrarnos que en las cosas aparentemente más simples radica la grandeza de la existencia».


    Más ampliamente, el fuego ejerce un elevado papel simbólico en tanto creador de lo nuevo y destructor de lo antiguo. Para empezar, destaca el que emana del volcán, pues al verlo Selin empieza a comprender el misterio de la vida, pero también porque enmarcará el abrazo de Wawa con Dain cuando la primera decida vincular su destino al de su amado, en una preciosa secuencia sin palabras y con una espléndida fotografía a contraluz. Igualmente, en las tradiciones de la población el fuego ejerce una función capital, puesto que los guerreros de las tribus enfrentadas irán avivando una hoguera en torno a la que se congregan para expresar su consentimiento en los términos de paz. Y al amparo de dos fogatas será, justamente, donde Dain y Wawa reflexionen sobre su futuro, en un montaje alterno en el que las llamas aparecen apenas bajo los primeros planos de los protagonistas, vinculando así sus estados de ánimo a pesar de hallarse ambos separados por la distancia. A la zaga de lo expuesto, y en coherencia con las creencias ancestrales de los Vanuatu, Tanna está impregnada de un hálito panteísta, de forma que el ser humano no solamente se halla integrado en su paisaje, sino que este lo guía en tanto manifestación de un orden cosmológico superior. Ello explica, por ejemplo, que el encuentro de Dain y Wawa con una tribu convertida al cristianismo se salde con un chiste de lo más hilarante; y es que se trata de personas completamente extrañadas de su entorno, del espíritu del mundo. No olvidemos que los habitantes de Yakel conocen al hombre blanco, hasta el extremo de que el abuelo de Wawa le enseñará una vieja revista sobre Felipe de Edimburgo –también venerado como un dios en la zona (sic)– para hacerle comprender que los matrimonios concertados se producen, incluso, entre gente de tan alta alcurnia. Precisamente en la forma en la que trata la relación de los lugareños con el extranjero se evidencia otra de las virtudes del filme: y es la completa ausencia de paternalismo «colonialista» que posee. Porque si la vida de la aldea parece plácida, está completamente alejada del mito del buen salvaje, como lo demuestran los crueles ataques de los Imedin o la intolerancia de los poderes fácticos (con su anacrónica estructura jerárquica y patriarcal), incapaces de entender a Dain y Wawa hasta que ya es demasiado tarde. Además, su modo de vida es tratado con absoluta naturalidad, sin la más mínima delectación curiosa o subrayado «didáctico», puesto que la película adopta la perspectiva de los indígenas. Por el contrario, es el comportamiento de los blancos –o su estilo de vida, impuesto en otras partes de la isla– el que es visto como una inquietante alienación que ha matado la conexión con el pasado y que, por tanto, ha dejado a sus congéneres «perdidos». No olvidemos que el trágico final de los amantes conseguirá esa paz anhelada por ambas villas, con lo que es fácil ver en él la consumación divina de la revelación que tuvo el chamán, la evidencia palpable de la filosofía pregonada por los ancianos: «La sabiduría viene a través del sufrimiento». En resumidas cuentas, Tanna es una obra tan pequeña como deliciosa, que, como si de la propia isla que le da título se tratara, desprende vida por los cuatro costados. Y ello no es solamente mérito de la elegancia, contención y sensibilidad extremas con las que los realizadores cuentan la tragedia de los amantes, sino también de la belleza del paisaje retratado y de las asombrosas interpretaciones de su reparto amateur. Honesta y poética, Tanna nos recuerda por enésima vez el potencial del séptimo arte para sugerir ideas y sensaciones, al mostrarnos que en las cosas aparentemente más simples radica la grandeza de la existencia. O parafraseando al inmortal Walt Whitman, e igual que hace Dain en un momento determinado, vivir es pararnos a mirar el cielo para contemplar, en completo silencio, las estrellas. | ★★★ |


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Ficha técnica
    Australia, 2015. 104 minutos. Título original: Tanna. Director: Bentley Dean y Martin Butler. Guion: Bentley Dean, Martin Butler y John Collee. Fotografía: Bentley Dean. Productora: Contact Films/Screen Australia. Productores: Bentley Dean, Martin Butler y Carolyn Johnson. Música: Antony Partos. Edición: Tania Nehme. Intérpretes: Mungau Dain, Marie Wawa, Marceline Rofit, Albi Nagia, Lingai Kowia, Mikum Tainakou.

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