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    La chica que sanaba
    Cine Alemán Siglo XXI

    Las 10 mejores películas de la 51ª edición del Festival de Karlovy Vary

    The handmaiden

    Más allá del Horizonte

    Las 10 mejores películas de la 51ª edición del Festival de Karlovy Vary.

    Tras nueve días de un verano atípico en la República Checa, marcado por el frío y los nubarrones, concluye la 51ª edición del KVIFF. Una entrega que, quizá, no ha dejado la huella de otros años, pero sí buen cine. La importancia de la sección Horizons ha sido capital en esta afirmación. Las propuestas provenientes de Cannes, Sundance y Berlín han provocado numerosos llenos y, de paso, han roto esa primacía del cine eslavo, tanto en nacionalidad como en tonalidad, en la programación. Filmes como Captain Fantastic, Paterson, The happiest day in the life of Olli Mäki, Bélgica, The Handmaiden, Fuocoammare, Juste la fin du monde, Little Men o Toni Erdmann han generado largas colas y también los mejores comentarios del certamen. Todas ellas han iluminado una line up donde la competición ha dejado indiferencia. Tan solo La propera pell, Nightlife o la ganadora del Globo de Cristal, It’s not the time of my life, merecen figurar en los anuarios del festival; El último verano, a la que le auguramos un exitoso recorrido internacional, u All the sleepless nights han dado otro lustre a la parrilla de documentales; y en una paupérrima East of the West (con algunos de los peores trabajos exhibidos en los últimos tiempos en el circuito) solo la rusa Collector, con un soberbio Konstantin Khabenskiy, se ha revelado como una obra reseñable. El resto, «estilograma» plano. Pequeños presupuestos y pocas ideas, una constante entre los nuevos autores. Por suerte, aparecieron Xavier Dolan, Park Chan-wook, Jim Jarmusch o Ira Sachs para alegrarnos cada jornada. Nos despedimos de Karlovy Vary, una vez más, en la sala de prensa del Thermal. Rumbo a España. Hasta el año que viene. Díky.

    Bélgica

    10. BÉLGICA

    Felix van Groeningen, Bélgica, 2016 / HORIZONS.

    Alabama Monroe (The broken circle breakdown, 2013) puso sobre el mapa a Felix van Groeningen, joven director belga que, con su cuarto largometraje, se convirtió en una de las grandes sorpresas de su año. En este filme de supervivencia familiar, la música (bluegrass) era el propulsor de sus protagonistas. Algo que se vuelve a repetir en su nuevo trabajo, Bélgica. Eso sí, hay que recalcar de antemano que los decibelios aumentan tanto en volumen como en relieve, ya que gran parte del metraje está trufado de actuaciones en el local (como Turn off the lights) que da nombre a la película. Van Groeningen se adentra en la relación de dos hermanos que se reencuentran: Jo (un soberbio Stef Aerts), el más joven, que tiene la propiedad de un pequeño local de éxito y al que le falta un ojo tras una enfermedad infantil; y Frank (Tom Vermeir), el mayor, un díscolo vendedor de coches de segunda mano vencido a los vicios. Ante el impacto del Belgica, Frank le sugiere a Jo una ampliación del local y la apertura de una sociedad que les permita vivir del negocio familiar. Bélgica continúa la línea de Eden (2014) de Mia Hansen-Løve, retratando la noche juvenil belga a base de sintetizadores y música experimental, con el grupo Soulwax como cabeza de playlist. Desde ella, retratará todos los triunfos y fracasos de este dúo que tendrán resonancia en su vida personal y laboral. Van Groeningen ofrece un lienzo desenfadado de la escena nocturna de Bruselas y también de las preocupaciones del país centroeuropeo como el racismo, la xenofobia, el descontrol policial y el consumo de drogas. Pese a que no decae en ningún solo instante, su propuesta se queda, al igual que sus protagonistas, en la superficie. Personajes incapaces de vivir un presente condicionado por las sustancias a los que solo la cercanía de la tragedia les abre un horizonte hasta entonces inexistente. Con ello, Bélgica tiene la capacidad magnética de mantenernos apegados al sillón y de que sus personajes principales, tópicos pero bien definidos, resulten atractivos. Por Emilio M. Luna.

    All these sleepless nights

    09. ALL THESE SLEEPLESS NIGHTS

    Michał Marczak, Polonia, 2016 / DOCUMENTARY COMPETITION.

    Si la adolescencia es un cuento de terror, la preadultez es un sendero a contracorriente, una exploración libérrima de los nuevos códigos que irán estructurando la madurez. Es un periodo que nos traslada de nuevo al Estudio de las Montañas de Piaget, a ese egocentrismo cándido que, con hormonas de por medio, se convierte en una introspección hedonista del yo. El cineasta polaco Michał Marczak indaga sobre las sensaciones del último estadio de la juventud en una ficción en formato documental sobre la amistad entre Krzysztof y Michal; un relato episódico con claras trazas autobiográficas que define las contradicciones de una etapa de ensayo y error. Ambos habitan en la noche, como depredadores de su propia vida. De fiesta en fiesta, consumen y bailan hasta que llega el frenesí sexual. Es una conducta psicopática y reiterativa; que retrata un inconformismo perenne, y que tiene como cuota una erosión emocional y personal que se fundirá con la desilusión propia que acompaña al futuro. Sabemos, desde el comienzo, que Krzysztof ha sufrido un desengaño amoroso. No sabemos, en cambio, si es coyuntura o espoleta del transbordo a la vanidad que veremos a continuación. Entre música techno, los amaneceres se suceden hasta que llega el ocaso. Ese impasse para los dos protagonistas que acentúa el individualismo del nuevo ciclo. Marczak demuestra talento en la construcción del mundo de ambos. Un universo idealizado, desarrollado en el lado cool de la Varsovia vanguardista. La cámara no solo ama a sus protagonistas, también a su entorno. All these sleepless nights es un relato sobre esas estrellas que creímos que siempre estuvieron al alcance, de todos esos sueños que supusimos viables, y, ante todo, de todas esas noches en las nos sentimos invencibles. La obra de Marczak es un prodigio que rompe los moldes del formato y que dibuja con pasión un ciclo al que le dijimos o diremos adiós. Por Emilio M. Luna.

    The Happiest Day in the Life of Olli Mäki

    08. THE HAPPIEST DAY IN THE LIFE OF OLLI MÄKI

    Hymyilevä mies, Juho Kuosmanen, Finlandia, 2016 / ANOTHER VIEW.

    El director finés Juho Kuosmanen se estrena en el largometraje de la mejor manera posible: presentando The Happiest Day in the Life of Olli Mäki en la sección Un certain regard del festival de Cannes. La película, rodada en un contrastado blanco y negro muy evocador de la década de los 60, en la que está contextualizada la historia, aborda la temática boxística mediante una levedad dramática inusitada en este tipo de trabajos, donde la testosterona y las manifestaciones de hombría suelen actuar como detonantes de una acción hipertrofiada llena de demostraciones de ego, insultos y golpes bajos. Manteniendo una narrativa muy atemperada, el cineasta se aleja de la violencia gratuita y la reduce a la mínima expresión, necesaria y obligatoria por estar llevando a escena un deporte consistente en dos adversarios golpeándose hasta que uno pierda el sentido o se acabe el tiempo establecido. Olli es la gran esperanza finesa, todo el mundo del boxeo lo pone como favorito para convertirse en el nuevo campeón del mundo de peso pluma. Su representante piensa que el día del combate será el más feliz en la vida de Olli. Kuosmanen presenta a un luchador humilde e introvertido que prefiere mantenerse alejado de las cámaras y los eventos sociales. Lo único que preocupa al protagonista es poder pasar tiempo junto a Raija, de quien dice haberse enamorado durante una rueda de prensa en los prolegómenos del gran combate. Esta noticia no termina de gustar a su manager, quien teme que la distracción pueda nublar el juicio de su atleta y que éste no dedique el tiempo necesario a la preparación de un momento tan importante y en el que hay tanto en juego. Así, mientras el equipo vive los instantes de mayor estrés de su vida, a Olli sólo le preocupa su futuro con Raija. Todo queda pendiente de un desenlace que puede encumbrar al boxeador como el nuevo héroe local, pero antes, éste tendrá que concentrarse y perder peso para no superar el límite permitido. Con un estilo minimalista y elegante, el director nos presenta un gran trabajo muy cuidado y detallista. Por Alberto Sáez Villarino.

    Collector

    07. COLLECTOR

    Kollector, Alexei Krasovskiy, Federación Rusa, 2016 / EAST OF THE WEST.

    ¿Recuerdan a Ivan Locke? El protagonista del filme de Steven Knight, Locke (2013), encarnado por un soberbio Tom Hardy, deambulaba por la Orbital londinense buscando respuestas a una coyuntura que lo atormentaba y que, con probabilidad, destrozaría los pilares de su vida. Locke, un capataz de obra a bordo de un BMW, intentaba decidir y paliar una situación a contrarreloj mediante el manoslibres de su automóvil. Un “on your own” que ya tuvo precedentes interesantes en Última llamada (Joel Schumacher, 2002) y Buried (Rodrigo Cortes) y que nos situaba a la par de un paladín inesperado y en soledad que lucha contra el tiempo por su vida. Siguiendo esta estela se encuentra el debut de Alexei Krasovskiy, un thriller de suspense que, al igual que la cinta de Knight, esconde sus cartas y capas con destreza. Arthur es un cobrador de morosos cínico y con talento. Cuenta con todos los recursos verbales y emocionales para acosar y derribar a su víctima, amparado por una gran multinacional. En un día cualquiera, que comienza con un atropello con su coche a un perro en las calles de Moscú narrado a cuentagotas por él mismo, se va a encontrar con una disyuntiva que pone en peligro su reputación y su propia vida. Una circunstancia que parece impensable si atendemos a su prólogo, cargado de ironía y de ese humor tan propio del villano soviético retratado desde Occidente. Krasovskiy presenta a Arthur como el paradigma del nuevo capitalismo ruso, como el arma de los gigantes para aterrorizar y devastar al modesto. Por supuesto, solo por unos minutos. Tras una llamada anónima, se desatará un torbellino de dudas por resolver y un minutero implacable al acecho. Pese a ser un primerizo, el cineasta de Gorky, habitual escritor televisivo, apunta una gran pericia en el manejo de los tiempos, dotando al relato de una estructura anatómica coherente y que logra mantener la tensión en todo momento. Ayuda, y mucho, la excelente interpretación de Konstantin Khabenskiy, capaz de transmitir el carisma y la empatía necesaria, convirtiéndolo en un héroe muy a su pesar. Pese a ser un largometraje rodado en solo un escenario, oxigenado por tomas externas desde este, Collector es todo un prodigio visual, que logra esa hipnosis necesaria para acometer un clímax final que deja una huella perdurable; un thriller que alcanza lo imposible: la emoción. Desde ya una de las grandes sorpresas del festival que, sin lugar a dudas, traspasará las fronteras checas dispuesto a conquistar el otro lado del Atlántico. Primera joya a revisitar. Por Emilio M. Luna.

    Little men

    06. LITTLE MEN

    Ira Sachs, Estados Unidos, 2016 / HORIZONS.

    Existen pocos directores contemporáneos capaces de retratar los estratos, las relaciones interpersonales y familiares como Ira Sachs. El veterano realizador de Memphis abandona –eso sí, no parte de su subtexto— la temática LGTB con la que nos entregó las notables Keep the lights on (2012) y El amor es extraño (2015) para centrarse en una relación de amistad fugaz, la de dos chicos que conviven por avatares en un edificio de Brooklyn. Es la historia de Jake (un colosal Theo Taplitz), un adolescente brillante, introvertido y solitario que pasa sus ratos no lectivos estudiando o dibujando, y Toni (Michael Barbieri), un chileno de la misma edad que juega al fútbol en el instituto. Ambos se conocen tras la muerte del abuelo del primero, que a su vez mantenía un idilio con, Leonor, la madre (Paulina García) del segundo. Una maraña que tendrá un condicionante más: los padres de Jake (Greg Kinnear y Jennifer Ehle). El matrimonio, ahogado por las deudas, se quedará con el inmueble del difunto y reclamará la propiedad de la sastrería que regenta la citada madre de Toni. Un punto de partida bastante convencional que en las manos de Sachs, en cambio, se convierte en no solo un retrato de la infancia sensible y realista; también una representación fidedigna de cómo el paso de los años y la madurez corrompen los códigos comunicativos, representados por los roles adultos. Pese a que ya desde su inicio Little Men se acoge a todos los estilemas del cine independiente estadounidense con la resonancia del piano de Dickon Hinchlie, se desmarca con celeridad y con mucha sutileza. Sobre todo gracias al lenguaje no verbal de unos chicos que viven despreocupados por crecer, muy lejos de la alienación de la adultez en la que se hallan encerrados sus padres. Sachs abre un vano reconocible, basado en la sencillez y la cotidianeidad. Sus personajes se desnudan con autenticidad ante nuestros ojos. Solo necesitan jugar para vivir. Sachs corresponde a sus dos jóvenes actores con el corazón de la película. Unas interpretaciones soberbias llenas de honestidad que ofrecen una mirada lúcida de la Nueva Norteamérica. La global, la gentrificada. Por Emilio M. Luna.

    Bacalaureat

    05. GRADUATION

    Cristian Mungiu, Rumanía, 2016 / HORIZONS.

    Eliza, la hija del protagonista del filme, está a un paso de marcharse a estudiar al extranjero y cumplir así uno de los objetivos fundamentales en los que su padre, Romeo, la ha educado durante 18 años. Sin embargo la estadística golpea con fuerza la cómoda rutina de la pequeña familia y, el protagonista, tendrá que enfrentarse a sus principios para salvar sus ansiadas expectativas de futuro, que pasan por escapar de un matrimonio insustancial una vez que su hija haya abandonado el núcleo familiar. Una decisión complicada que lo llevará a replantearse, ahora con el tiempo en su contra, todo por lo que había estado luchando. Un suceso violento desencadena una serie de malas decisiones tomadas por el doctor a consecuencia de la inoportunidad del momento en el que dicho incidente se ha producido: días antes de los exámenes finales para acceder a las becas universitarias. Romeo, bajo presión, no es consciente de que las malas noticias no llegan cuando mejor nos convienen —de ahí lo pernicioso de las mismas—, sino que nos golpean cuando más desprevenidos y confiados estamos. Incapaz de aceptar el proceso de recuperación necesario, el padre de Eliza tratará de arrastrar a ésta hacia una superficialidad y egoísmo para los que no está preparada, originando así una fractura en su relación, suscitada por la falta de afecto y comprensión hacia los sentimientos de la adolescente. El director rumano se aleja por completo de la vastedad temática o la amplitud interpretativa para apoyarse en una dicotomía muy sencilla sobre la que sustenta toda la base argumental de la película. El resultado es un ejercicio muy técnico y narrativo en el que priman los planos introspectivos que indagan, concienzudamente, en la mente de los dos personajes principales, al tiempo que renuncia a la clásica premisa salomónica, tan recurrente en este tipo de situaciones, en beneficio de una mirada más individualizada y realista del dilema. La moralidad con la que afrontar el estilo de vida será la clave de un filme que critica duramente al sistema de gobierno rumano hasta asemejarlo a la ridícula caricatura de un circo de nepotismo y oportunismo indecente. Por Alberto Sáez Villarino.

    El último verano

    04. EL ÚLTIMO VERANO

    Leire Apellaniz, España, 2016 / DOCUMENTARY COMPETITION.

    En el último tercio de El último verano, el actor de El apóstata, Álvaro Ogalla, y el gestor de la Sala Berlanga de Madrid, le espetan al protagonista del filme que «estás jodido, estás muy jodido». Unas palabras que no generan desasosiego o tristeza en este, más bien complementan al gesto afirmativo de su cabeza. Se acerca el final; y lo hace con extrema celeridad. El progreso es la testa de la pirámide alimentaria de nuestro tiempo, que engulle, cubre o transforma a su antojo. Los 35 milímetros se mueren, es un enfermo en fase terminal cuyo último aliento se pierde en pequeñas localidades durante el estío. En ellas emerge cada temporada Miguel Ángel, un empresario que no abandonó nunca la capa de perdedor. Siempre esclavo de la tecnocracia, la segunda luz del día que ilumina su rostro es de color neón; la de algún servicio de un bar de carretera de la España profunda. Allí, monta su oficina improvisada, unos retoques al cabello, una puesta a punto de una arrugada vestimenta y es hora de partir. Le esperan largas horas en la carretera, una serpiente de gran tamaño que le permite moverse entre pueblos pero con un coste: solo tiene esa vida, no hay lugar para la familia o la amistad, tampoco para la salud, como mucho, para figurar en el álbum policial como cliente honorífico. Cada noche aparece en poblaciones de menos de tres mil habitantes como si de una versión del Flautista de Hamelín se tratara. Su misión es entretener a los lugareños con la proyección de una película comercial. Un arte que en España nunca vivió una época de esplendor, debido a las dificultades burocráticas y organizativas habituales de nuestra tierra. Ahora, se encuentra casi en desuso y amparada por diputaciones, mancomunidades o consorcios. Levantar una pantalla de 12 metros de ancho, instalar un equipo arcaico y los derechos de exhibición y de autor son un coste difícil de asumir. Miguel Ángel lo ha aceptado, al igual que la competencia y la prevaricación en el sector. Es su modus vivendi, al que no piensa renunciar por mucho que las voces agoreras hablen de reinventarse o morir. ¿Morir? Nuestro personaje está muy vivo y Leire Apellaniz nos lo presenta como un héroe anónimo, como el último espartano en las Termópilas en un documental que se mueve entre la melancolía y la autopsia. La cámara se revela como un escalpelo en una sala forense donde se hallan los cadáveres que ha dejado Cronos. Esta es la antepenúltima imagen que nos deja una cinta sensacional, que retrata el contexto cultural que vive una nación que ha dejado en manos del metal y la informática la magia con la que goza y gozará el ciudadano. ¿Hay motivo para la esperanza? Tendrán que esperar al primer fundido a negro para saberlo. Por Emilio M. Luna.

    Juste la fin du monde

    03. SOLO EL FIN DEL MUNDO

    Juste la fin du monde, Xavier Dolan, Canadá, 2016 / HORIZONS.

    La obra queda enmarcada entre un prólogo, en el que el protagonista explica las causas de su regreso a casa tras 12 años de ausencia, y un epílogo, éste ya del antagonista, que indirectamente expone el significado completo del filme. Xavier Dolan omite intencionadamente los pormenores de la marcha inicial del joven aunque intuimos, dada la enfermedad contraída, que las causas pudieron estar relacionadas con otro proceso comunicativo inconcluso y una falta de entendimiento debida a una de las obsesiones del realizador canadiense: el sexo como ignominia. El sexo, dentro de la cotidianeidad familiar y los procesos estructurales del establecimiento de la personalidad funcionan, para Dolan, como una especie de mecanismo paliativo y engañoso con un efecto placebo capaz de contener, a corto plazo, los impulsos naturales e indómitos a los que el personaje tendrá que enfrentarse en un futuro. El director nos introduce en su mundo fílmico, marcado por la decepción sentimental y la incapacidad para expresar una afectividad de la que el protagonista no se siente merecedor. El momento histórico juega un papel fundamental, ya que Dolan es consciente de que la sexualidad no es un tabú en la actualidad, sino que está presente en todos los medios, y aceptada. Empero sí que existe todavía una tendencia a evidenciar esa sexualidad hegemónica, la heterosexual, y dejar al colectivo gay con un estigma de suciedad que arrastra a diario, como si los homosexuales tuvieran que esconderse para poder mostrar cariño hacia su pareja. Gracias a los constantes primeros planos, a las miradas de complicidad, al diálogo oculto en los silencios del protagonista, a los flashbacks melódicos y, sobre todo, a esa música extremadamente dramática que añade una soberbia gravedad a determinados momentos de tensión, encontraremos esas lacras del mensaje que nos ofrecerán las mejores pistas del porqué de todo ese resentimiento. Finalmente, lo que había quedado guardado en el interior de cada personaje, alimentándose biliosamente durante 12 años, sale a relucir en un estallido dramático sustentado por un truco de iluminación asombroso: la luz del ocaso se filtra por la puerta de una casa que permanece abierta como inevitable recordatorio de una despedida anticipada, los rayos del sol prenden la escena de un arrebol incendiario que hace arder una discusión atrasada hasta que la extenuación nos haga desfallecer. Al volver a abrir los ojos comprobaremos que la llamas no han dejado nada, solo encontraremos un enorme vacío negro que ocupará toda la pantalla. Por Alberto Sáez Villarino.

    Paterson

    02. PATERSON

    Jim Jarmusch, Estados Unidos, 2016 / HORIZONS.

    Jarmusch no orienta su película en ningún caso al divertimento banal. En este sentido podemos recordar las palabras de Cassavetes «No hay nada que deteste más que la idea de que me entretengan». Paterson rechaza el sensacionalismo visual propio de los efectos especiales y la pirotecnia excesiva; no hay sexo ni sangre, con la inexorable falta de interés que esta decisión suscita en una sociedad tan arraigada al epicureísmo como la nuestra. Obviamente sí apreciamos una construcción de los personajes totalmente diferente de la estándar. Frente al bueno-bueno o al malo-malo del cine convencional (con notables excepciones), el director elabora una tipología híbrida, ambigua, muy en la línea del jansenismo de Bresson, quien, como Jarmusch, se atrevía a mostrar la infamia de ambos lados del sujeto. La bondad total no existe para este cineasta, como tampoco la maldad extrema. Aquí aparece la figura del conductor de autobús en su confrontación con el sueño americano. Un sueño al que se rindió tiempo atrás por el pragmatismo indolente de una vida llena de vicisitudes y fluctuaciones. El director somete al héroe a una inquebrantable y placentera cotidianeidad evidenciada tanto en las acciones propias del sujeto en su día a día, como en la propia estructuración episódica y rutinaria que divide la película en función de los días de la semana. La pareja de actores compuesta por Adam Driver y Golshifteh Farahani nos atrapa en su espiral de monotonía y placidez de tal manera que disfrutaríamos viéndolos deleitarse en su insólita sencillez sin esperar nada más de este filme que, no obstante, se verá alterado por el efecto avalancha que sepulta toda esa rutina a consecuencia del más mínimo cambio. El dibujo de la sociedad propuesta por Jarmusch se enfrenta directamente a la visión hegemónica masculina que Hollywood tiene del hombre atractivo, dinámico y merecedor de las más altas conquistas en el ámbito social y sentimental. Sin embargo se niega a encasillarlos con el estigma de los marginales por el amor que siente hacia ellos y la creencia en una clase media —utópica—; personas que aún no han terminado de borrar el sentido literal de la pregunta «¿Cómo estás?7, y todavía tienen a bien ofrecer una respuesta sincera y no un simple intercambio de «bien, apártate de mi camino». El realizador traslada esta ausencia de dinamismo en sus personajes a su propia narrativa, impregnando cada escena de una quietud romántica que se afianza en una sucesión de planos abiertos con bastante tendencia al estatismo de la cámara. Existe una cuarta dimensión de la que no nos han hablado mucho: para algunos supone encontrar un refugio en un cuaderno en el que jugar con las palabras y crear obras poéticas eternamente anónimas, para otros se trata de establecer una dicotomía vital en función de un monocromatismo existencial. Para Jarmusch, esa indeterminada dimensión radica en las transiciones, los espacios que transcurren entre los diferentes capítulos de nuestras vidas y que muestran el vacío del tiempo, la banalidad y todos esos elementos no adscritos estrictamente a la diégesis, como un buzón de correos, una caja de cerillas, un perro humanizado y cabeza indiscutible de familia, un problema menos o una página en blanco que se presenta con el inmaculado albor de una nueva oportunidad. Por Alberto Sáez Villarino.

    The handmaiden

    01. THE HANDMAIDEN

    Agassi, 아가씨, Park Chan-wook, Corea del Sur, 2016 / HORIZONS.

    Utilizando la novela Fingersmith, de Sarah Waters, el realizador coreano se reivindica en su estatus trasgresor al adaptar a una de las escritoras contemporáneas más representativas de la ficción homosexual. El estilo de Waters, cercano por ineludible influencia al de James e incluso al de Goethe, se aprecia con facilidad en las relaciones entre los protagonistas y las exageradas manifestaciones sentimentales que se producen entre ellos. Park trata de desnudar a sus personajes de manera alegórica mediante el estudio del rostro y sus variaciones al enfrentarse a diferentes situaciones; con un estilo analítico similar al usado en 1688 por Jean de La Bruyère en su obra Les Caracteres ou les Moeurs de ce siècle, el coreano se acerca a la fisiognomía de sus protagonistas y los lleva al extremo de su resistencia psíquica y física por medio de una trama brutal que no da lugar a treguas, un romance que dejará al descubierto, no sólo el desnudo alegórico que comentábamos, sino también el físico y glorioso de sus protagonistas en un acercamiento a esa “pequeña muerte” que comentaba Bataille en su obra, Las lágrimas de Eros. Estructurada en tres partes, la cinta avanza sustentada por las diferentes perspectivas cambiantes de las dos protagonistas principales, quienes juntarán sus voces para componer una narración, que pasará de la objetividad inicial a la completa omnisciencia conforme nos acerquemos al final. Sin miedo a recrearse en los detalles, el ritmo será tranquilo en todo momento mientras va desenmascarando las claves de una trama que utiliza las analepsis de un modo francamente asombroso. De los flashbacks introspectivos de las protagonistas volveremos al presente fílmico, y de éste retrocederemos hasta el principio de la historia para, entonces, volver a contarla de nuevo desde otra óptica mucho más abierta. Las transiciones entre escenas se realizan con la misma delicadeza con la que las protagonistas acarician sus apolíneos cuerpos inmaculados. se alcanza, a partir de la segunda parte, un paroxismo apasionado inigualable, la pantalla es una fuente de erotismo y sensualidad fundamentada en lo detallista y sensual de la violencia carnal. El hombre, despiadado, lascivo, sexualmente corrupto y disfuncional, sólo busca el estudio de la estimulación concupiscente y su comercialización provechosa; la mujer, representación de la belleza perfecta, la pura voluptuosidad y la irresistible sexualidad, perseguidora incansable del sentimiento placentero y la estimulación sensorial; ambos bandos quedarán enfrentados en un violento juego de traiciones lujurioso, grotesco y extremadamente sensual. Las escenas de sexo, como no podría ser de otra manera, son rodadas con perfecta naturalidad y desinhibición carnal absoluta, una maravillosa forma de expresión erótica que nos conduce a un desenlace perfecto en el que el director fundirá, con una brillantez inenarrable, placer y dolor en un volcán de pasión, un yin yang homogéneo que absorbe la causa de la violencia para transformarla en una explosión de gozo. Por Alberto Sáez Villarino.

    Pueden consultar nuestra cobertura al 51º Festival de Karlovy Vary en el siguiente enlace.
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