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    Cine Alemán Siglo XXI

    Cineclub | Harakiri (Masaki Kobayashi, 1962)

    Harakiri

    Las siete virtudes del cine antisamurái

    Ensayo sobre Harakiri [1] (Seppuku, 切腹, Masaki Kobayashi, Japón, 1962).

    Japón, 1630. Una familia de nobles disfruta en silencio de un vaso de sake. Una vez finalizado el licor, dos de los hombres se levantan, uno de ellos recoge una bandeja y se arrodilla frente a ella mientras el otro desenfunda su katana, la alza y espera en posición de ataque, mudo, impasible, inalterable. El samurái arrodillado saca un tantō [2] que sitúa flemáticamente en su vientre mientras calcula con eficacia la distancia hasta sus entrañas. Con el puñal en el abdomen y la hoja amenazante de la katana del kaishaku [3] en su cuello esperando paciente su momento protagonista, tan afilada que divide el aire que pasa a través de ella y lo hace chillar de dolor mientras queda seccionado por la mitad en un silbido sordo, el homenajeado comienza la incisión, sin prisa, con gesto grave, inalterable. En toda su vida no se le ha conocido otra mueca que la del guerrero, la mirada fría y seca, entrenado para tolerar el dolor hasta el punto de no llegar a conocer su significado. No pestañea. Con el primer giro del acero agacha la cabeza. Parece que se derrumba pero sólo quiere asegurar un corte preciso, sin fallas ni torceduras, el kaishaku tendrá que esperar, él no se muestra tan firme; el sudor resbala por su frente provocándole una ceguera momentánea. Tras el cuarto corte, el Samurái, que ya se ha ganado la mayúscula mayestática, extrae la hoja y realiza un gesto con la mano casi imperceptible. El ayudante vacila por un segundo, un espacio de tiempo que se eterniza ante la atónita mirada del público y la paciencia de un héroe que imperturbable acepta el error de su acompañante y ya se prepara para una muerte lenta. Pero justo en ese momento el kaishaku despierta y asesta un golpe rápido y limpio. Todo ha terminado. La cabeza inerte yace junto a la bandeja llena de intestinos que no ha permitido salpicadura alguna de sangre que pudiera mancillar la belleza del acto. El cuerpo continúa firmemente arrodillado, exangüe; y así seguiría indefinidamente si no fuera porque ha de ser honorado y sometido a un largo proceso de embalsamado y despedida. El ciclo se ha completado y el bushido respetado hasta el final.

    En la gravedad mortuoria y el romanticismo expresionista sobre el que Masaki Kobayashi erige su conceptual arquitectura cinematográfica, se pincelan las grandes preocupaciones existencialistas de la sociedad moderna, al tiempo que se denuncian los esquemas procedimentales tradicionales y la hipocresía de los códigos de conducta colectivos. La figura del samurái, como uno de los ejemplos más palmarios del trágico acervo patrimonial japonés, supone un vehículo de transmisión jeroglífico de un mensaje sincopado, sustentado en el lirismo de la imagen en blanco y negro y la fascinante parquedad dialéctica oriental. Así llegamos al seppuku como el acto final con el que todo samurái esperaba completar su ciclo vital, tanto si lo ejecutaba por necesidad al sobrevivir a la caída de su clan, por lealtad al imponérselo shogun, o para evitar que la edad manchara de humillación su gloria y legado; la vejez suponía un estado vejatorio para el samurái, al quedar inutilizada su función primordial: combatir, su cuerpo arrugado, inservible para la guerra, sólo componía un recordatorio de su afrenta social. Masaki Kobayashi establece su magnum opus, Harakiri (1962) —con permiso de Samurai Rebellion, 1967—, bajo la influencia de Hagakure (Yamamoto Tsunetomo, circa 1690) y, en general, la de la literatura bushi tradicional. El maestro japonés infiere a su película la misma solemnidad narrativa y formal que emana de su dramaturgia; caracterizada por la mirada respetuosa, pero irónica, a la honorable cultura marcial de la sociedad nipona. Siete son los preceptos o virtudes que establecen el camino del samurái, como siete son los puntos en los que hemos dividido este escrito para tratar de relacionar cada apartado fílmico con la correspondiente fuente originaria de inspiración.

    Harakiri

    Gi – Justicia.

    El contexto de la película nos sitúa en Edo, actual Tokio, en el año 1630, tan sólo dos décadas después del inicio del periodo Tokugawa, bajo la férrea y centralizada autoridad de este clan, o shogunato, el cual se mantendría en el poder durante más de dos siglos y medio, hasta la reestructuración imperialista con la restauración Meiji de 1868. El término justicia, durante un régimen político totalitario como el shogunato, sufre un cambio conceptual tan significativo como el que puede darse durante una dictadura o una guerra civil. Al samurái se le exigía que creyera en la justicia, pero en la suya propia [4]; se trataba de rendir pleitesía a un concepto mucho más cercano al de ajusticiamiento que al de la propia rectitud jurisprudente. Precisamente, tras las guerras civiles japonesas se dio un largo período de paz que supuso la desgracia de miles de guerreros quienes, debido a la caída de sus respectivos señores feudales, se vieron condenados al suicidio o a convertirse en despreciables ronin. Así aparece el viejo Tsugumo Hanshirō, quien acude a la casa del clan Iyi para poner fin a su vida por medio del ritual que describíamos al inicio. Sin embargo, lo que realmente ha movido al hombre a interrumpir la paz de una familia tan respetable es la justicia; su justicia. 

    Kobayashi es un narrador de historias extraordinario, eso ya quedó demostrado en la obra El más allá (Kwaidan, 1964) con la que el director sentaba precedente en las seminales historias de fantasmas orientales. El realizador recurre a un narrador omnisciente y parcial que relata los acontecimientos de manera paulatina y atemporal. El sensacional uso del flashback es primordial para el correcto planteamiento de una historia que, en principio, expone los hechos acontecidos desde que el protagonista se adentra en la mansión Iyi, alrededor de las 4 de la tarde, hasta que fallece en el mismo lugar tras la puesta de sol. Esta analepsis funcionará como un conjunto de cuatro momentos retrospectivos simultáneos, los cuales regresarán de manera individual al presente fílmico —narración de Hanshiro— para completar y dar sentido generalizado a sus acciones. El primero de estos flashbacks nos lleva a un pasado en el que el personaje principal se encontraba conviviendo con su familia —hija, yerno y nieto— en la feliz pobreza de quien ha conocido la guerra y disfruta de la austeridad efímera y de la tranquilidad inmaterial. Kobayashi se muestra tan visceral como sarcástico a la hora de plasmar con inefable crudeza la situación de desamparo a la que se vieron abocados miles de guerreros por su condición de esclavos del daimyo [5], a quien sirvieron con devota lealtad durante los tiempos de guerra y por quien se vieron ultrajados en la paz, olvidados y despreciados sin mayor justicia que la que quedó teñida de rojo en el filo de sus espadas.

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    Yu – Coraje.

    Cuando Hanshirō expone su deseo de suicidarse, nadie en la casa parece tomarlo en serio. Lejos de apiadarse del anciano, ultrajan al protagonista y lo vejan repetidamente al tomarlo por un vagabundo sin honor ni palabra que sólo busca algo de limosna para seguir su camino, el camino de un perro. Entonces llegará el segundo de los flashback, en el que el guardián de la mansión, Saito, cuenta la tragedia acontecida tiempo atrás, cuando un hombre se presentó con idénticos motivos y se vio forzado a pasar por un martirio insufrible. En aquella ocasión, el hombre, Motome, sólo buscaba algo de dinero con el que comprar medicinas para su hijo enfermo. Sin embargo, los señores de la casa, al conocer su embuste, lo obligaron a llevar a cabo el anunciado seppuku pese a que las espadas que portaba el desdichado eran de bambú, e hicieron del ritual un espectáculo esperpéntico de una crueldad fuera de los límites del razonamiento. Dar ejemplo. Así justificaron el ultraje. Pese a lo gráfico de la narración, el protagonista no se amedrenta en ningún momento y sigue decidido a llegar hasta el final, mostrando aquí ese coraje inherente al samurái que lo mueve a aceptar el destino tal y como llegue. La disposición para el sufrimiento se convierte en el verdadero ejemplo de coraje, al no temer a la muerte ni al tortuoso camino que nos conduzca hasta ella.

    Aquí apreciamos la importancia del proceso de edición y montaje para una película como Harakiri, en la que se observa una clara y muy marcada diferenciación entre el tiempo real y el tiempo cinematográfico. Dentro de este último observamos el presente en el que se desarrolla la historia principal del metraje, y el pasado, correspondiente a las acciones acontecidas con anterioridad a esa acción principal. En este caso el pasado roba el protagonismo momentáneamente al presente, y no sólo por el hecho de que la narración divague por las acciones pretéritas de los personajes, sino porque conforme transcurre la fábula, estamos más seguros de la relación entre esos dos hombres que llegaron al mismo lugar para correr una suerte idéntica. Hasta este preciso momento, el espectador se encuentra con un cuadro temporal compuesto por los siguientes tiempos y sus correspondientes voces de narrador:

    Pasado 1: Protagonista conviviendo tranquilamente en familia. —Voz héroe—.
    Pasado 2: Hombre desconocido hasta el momento obligado a atentar atrozmente contra su propia vida. —Voz antihéroe—.
    Presente: Protagonista explicando las razones de su deseo de quitarse la vida en el escenario principal. —Voz héroe—.

    Pero estos acontecimientos no se muestran de manera lineal. El filme está articulado a partir de las declaraciones de los testigos de las dos diferentes líneas narrativas que se aprecian: la de Hanshirō y la de los integrantes de la casa Iyi. Para la composición del proceso diegético se recurre a ese conjunto de analepsis que configuran una narración no-lineal. A diferencia de otros casos similares en los que se jugaba con la temporalidad de una forma parecida, como por ejemplo en Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), lo contado por cada línea temporal corresponde a la verdad absoluta, la misión del espectador no es tanto la identificación de lo verídico como el establecimiento de un listado de prioridades. Conocer qué parte de lo narrado es lo más relevante para comprender el desenlace definitivo.

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    Jin – Benevolencia.

    Se hace uso en este punto del metraje de un tercer flashback explicativo en el que se aprecia cómo la familia de Hanshirō va cayendo enferma, primero la hija y luego el nieto. Un recurso que tiene como principal función la de ablandar al espectador y hacer que simpatice con las acciones del malaventurado primer ronin. Sin embargo, estos flashbacks que no aparecen mediante una voz consciente del narrador, sino que son recuerdos insertados en la acción principal, no corresponden al fiel relato, transparente y omnisciente, de lo ocurrido, sino que están contados por testigos e implicados en el suceso, como decíamos, de manera parcial. La película juega, por tanto, en un doble plano narrativo: 1. El ronin bondadoso que sólo quería proteger a su familia y, para ello, recurrió a las más bajas y deleznables artimañas, con la esperanza de que los integrantes de un clan tan solemne como los Iyi se apiadasen de su situación y le ofrecieran su ayuda. En otras palabras, recurso a la benevolencia del samurái (visión de Hanshirō). 2. El vagabundo sin moral que trató de aprovecharse de una casa respetable empleando la traición absoluta e imperdonable del código samurái (visión de la dinastía Iyi). En este punto surgirá una pregunta perentoria y necesaria, cuya respuesta se hace imperante para continuar con el proceso diegético del filme: ¿Quién era el difunto samurái y qué relación tiene con este otro? 

    Si algo comparten ambos puntos de vista es, sin lugar a dudas, el desencanto y la desmitificación de la figura del samurái. Por ello, Harakiri fue considerada como una leyenda antisamurái. Kobayashi hace gala de su capacidad crítica más aguda y destroza los escalafones jerárquicos y las rígidas normas sobre las que se sustentaban los pilares fundamentales del folclore marcial japonés. El respeto sigue estando presente incluso de manera más evidente; el respeto por las emociones y entereza de un pueblo sometido por su clase elitista. Ahí reside la importancia del director, en su humanismo, en defender al individuo por encima de la institución. La misma institución que condenó a la pobreza y a la indigencia a aquellos iconos de los que posteriormente presumiría y se vanagloriaría como ejemplo de la grandeza de su acervo cultural. Kobayashi, como muchos de sus homólogos nipones, prefiere recurrir a la irónica alegoría que al grito de protesta. Sus formas revelan la gran influencia expresionista; claro ejemplo es la decisión del protagonista de rechazar el kimono blanco, tradicional para este tipo de ceremonias, y conservar el suyo negro, cuyo contraste con la blanca tarima en la que se sitúa para su narración, origina una clara visión simbólica de la intransigencia y las falsas apariencias que se esconden tras una fachada inmaculada. Esto, sumado al propio blanco y negro panorámico de la imagen de Yoshio Miyajima, habitual director de fotografía de Kobayashi, completa esa perspectiva alegórica de expansión infinita, de eternidad, de poder absoluto que lo puede abarcar todo. Porque precisamente eso pensaba el Shogun, que su legado y su poder feudal se extendería para siempre, algo que, como testigos temporalmente externos, tenemos constancia de que no fue así, por lo que dicha alegoría cobra un sentido absoluto.

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    Rei – Respeto, Cortesía.

    Se aprecia en cierto momento del metraje el horror por el que pasa la mujer de Motome, Miho, al contemplar las espadas de bambú con las que su marido fue obligado a suicidarse. La crueldad extrema, el sadismo y la vejación con la que obraron los verdugos fue lo que desencadenó la historia del presente fílmico. En definitiva, la ausencia del respeto por la vida de un samurái en apuros. Y entonces llega el último y definitivo flashback. En él, por fin conocemos que Motome era el yerno del propio Hanshirō, y Miho su hija. Esta situación nos acerca a la idea premeditada de que llevar a cabo una venganza pudo pasar por la cabeza del anciano, sobre todo si atendemos a su antigua condición de samurái y su presente condición de desecho social deshecho por aquellos a los que un día juró respeto. Lo que no imaginábamos era que la mayor parte de esa venganza ya ha sido consumada; y aquí es donde entra en juego la siguiente gran analepsis reveladora. Hanshirō, tras confirmar que sus intenciones de practicarse el sappuku siguen intactas, solicita relatar los hechos que le han conducido a tal situación. Una vez conocemos a los personajes y las acciones cometidas por cada uno, el relato dará un giro radical pues revela el auténtico quid de la cuestión. Cuando el héroe solicita como asistentes para su suicidio a los tres únicos hombres del clan que se encuentran ausentes por enfermedad, el líder comienza a intuir que algo esconde el recién llegado, y nerviosamente le apremia para que ponga fin a su agonía y a la del resto, que no dejan de dar muestras del aburrimiento que les causa la insistencia del concienzudo hombre. En ese momento Hanshirō cuenta cómo ha vencido en duelo a los tres hombres más prestigiosos del clan, que además corresponden a los tres perpetradores del suicidio asistido de su yerno y, como muestra, extrae de su kimono las tres coletas de samurái y las arroja al suelo en prueba de desprecio y deshonor inigualable.

    En la representación de esos tres combates es donde apreciamos perfectamente el simbolismo y la vertiente antisamurái de la película. El duelo definitivo, contra el mejor espadachín de todo el clan, refleja cómo después de que ambos contrincantes se midan mentalmente el uno al otro, el malvado Hikokuro toma la iniciativa y se aproxima a Hanshirō. Es inevitable pensar en una superioridad del mal contra el bien y, por un momento, especulamos que el héroe acepta esta superioridad y se somete a su verdugo abriendo los brazos en una insólita posición defensiva. Sin embargo recordamos aquí un momento del pasado fílmico, cuando el viejo soldado se refirió a su yerno como un magnífico halcón joven; de esa conversación se deduce que su posición de rendición esconde una imagen de la apertura de alas de dicha ave y, por ende, el punto de inflexión de una batalla que parecía perdida y cobra un giro inesperado al ser poseído el cuerpo de Hanshirō por el espíritu libre y salvaje de Motome. El realizador arremete contra la excesiva vanidad del código ético del bushido y su pérdida de valores a lo largo de la historia, cuyos preceptos han dejado de tener importancia en el corazón o el alma del guerrero, para pasar a ser un simple juego de apariencias sin sentido. Por ello se miente, se extorsiona y se ultraja con el único afán de conservar el elemento decorativo de un nombre que no es más que eso, un nombre, vacío e inútil. Tatsuya Nakadai responde a la perfección como protagonista de la cinta, trenzando una actuación inolvidable y poniéndose a la altura —siempre comparativa— del propio Toshiro Mifune, cuyo carisma y desenvoltura para ponerse en la piel del samurái son absorbidas por Nakadai con una potencia y naturalidad asombrosas. Siguiendo la historia de Yasuhiko Takiguchi, con guion adaptado de Shinobu Hashimoto, el actor, que se apodera de los grandes e intensos primeros planos desde el comienzo de la película, conecta a la perfección las escenas de acción con las pausadas tomas narrativas, sin artificios ni excesivos efectos que puedan restar protagonismo al verdadero foco de atención. Con su rostro patibulario es capaz de cuestionar el verdadero sentido del honor y la verdad, la crueldad que subyace de la tradición feudal y la deshumanización inherente a toda época de guerra y posguerra.

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    Makoto – Honestidad.

    Quizá el pecado de Motome, que ahora entendemos se trata del protagonista original del filme, fue precisamente el de faltar a la honestidad del guerrero y frivolizar sobre un tema tan importante como el ciclo vital con el único objetivo de sacar provecho de la situación. El joven desdichado pudo recurrir a la exposición de sus miserias y apelar al buen corazón de sus oyentes. Estos podrían haber aceptado o denegado su petición, pero está claro que la situación no hubiera acabado de manera tan violenta de no ser por esa mentira primera que desató la oleada de violencia. La palabra del samurái es sagrada, su respeto y confianza ha sido obtenido tras generaciones de guerreros honestos que siempre respetaban lo declarado, siempre llegaban hasta el final con el propósito de cumplir su promesa. Por este motivo, la mentira de Motome conforma un acto casi blasfemo y su ajusticiamiento queda pues justificado. No obstante, al responder de una manera tan baladí y ruin a la ofensa, el destino convierte a los ofendidos en culpables del mismo delito que el protagonista. Mediante este recurso sarcástico, el director pretende encontrar el origen histórico de las injusticias contemporáneas. Así, la demonización del clan Iyi supone una alegoría del Japón invadido tras la segunda guerra mundial, sometido por el mercado americano y los gigantes corporativos que desplazaron al pequeño comerciante y reinstauraron un sutil y encubierto sistema de castas.

    Si bien los antihéroes de Harakiri representan muy bien la faceta demoníaca con que la tradición cultural nipona nos los ha dibujado a lo largo del siglo XX, los héroes no se ajustan tan sumisamente a lo que esperamos de ellos, al subvertir la estereotipada raigambre clásica del guardián protector y salvador. Ninguno de los protagonistas logra salvarse del fatal destino, empero Kobayashi tenía un final redentor preparado para ellos mucho más acorde a la pérdida de valores de la que hablábamos. Gracias a la actuación de Hanshirō, todos encuentran finalmente la paz con sus conciencias. Son así salvados de un martirio en el “más allá”, lo que para los habitantes clásicos no urbanos suponía la verdadera y legítima salvación de su ser. 

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    Meiyo – Honor.

    «Después de todo, esto que llamamos el honor del samurái no es más que una fachada».

    Recordando la trascendencia que tuvo la fotografía para el coronel protagonista de “Ejecución en Saigón” [6], entendemos cómo en ocasiones se puede hacer mucho más daño con un gesto cultural que con un atentado físico. El honor es la más importante de las siete virtudes y sobre la que gira todo el código samurái y la cultura japonesa en general; por ese motivo, llamar al bushido una fachada, una pantomima, supone lanzar la acusación más grave e imperdonable que se pueda pronunciar en cualquier casa respetable. El filme alcanza aquí su mayor grado metafórico cuando el protagonista, durante el transcurso de la batalla final, tira al suelo y “desmiembra” la armadura que se sostiene en un lugar prioritario de la casa sobre un pedestal, como símbolo de la milenaria herencia de la dinastía. La ironía y la afrenta llegarán cuando vuelvan a colocar esa armadura, finjan que no ha pasado nada y oculten la muerte de todos los soldados, disfrazando las bajas como si de una epidemia se tratase. La armadura, el lugar donde estaba situada y todos los componentes de la casa han sido humillados de una manera irreversible. Lo que en otro tiempo hubiera supuesto un motivo más que suficiente para suicidarse de forma masiva, ahora apenas tiene consecuencias, los miembros de la casa Iyi desprecian su propio honor, desprecian su tradición, sólo importa el que se les siga teniendo en gran estima. La figura de un anciano arrebatando toda la dignidad de un heroico clan refleja la fragilidad y la transitoriedad del poder autoritario. En el otro extremo de la balanza encontramos a ese viejo que lo ha perdido todo en la vida, que luchó legítimamente por sacar a su familia de la pobreza y fracasó, a causa de una sociedad hipócrita que no concede oportunidades a sus clases bajas. Pero fracasó con honor al impedir que su hija fuera a parar al seno de una familia noble como concubina. El padre prefirió la pobreza al sacrificio, infelicidad y deshonra de su hija.

    La omnisciencia y la extradiégesis se encuentran por lo tanto allende las estructuras lingüísticas, y se traspasan a la semántica de las acciones y los símbolos. Las palabras son utilizadas, una vez más, como recurso del charlatán para demostrar su mediocridad, mientras que el silencio sigue representando sensatez y prudencia en el juicio, así como coherencia en las acciones. El planteamiento heterodiegético e imparcial, necesario para la formulación definitiva de una opinión propia, se acerca mucho a la propia narración principal del héroe, por los mismos motivos de raciocinio y verosimilitud explicados en este párrafo. El realizador nos expone lo absurdo de conservar una estructura militar en tiempos de paz, lo ridículo de seguir manteniendo soldados que no pueden combatir, en lugar de transformarlos en otro tipo de empleados que favorezcan el progreso y el crecimiento del país «Un guerrero inexperto en la batalla es como perfeccionar el arte de nadar sobre la tierra firme». Cada escena que aparece en pantalla resume la perspectiva del bushido y la última voluntad del samurái de poner fin a su vida por aquello a lo que juró defender. Los silencios, las miradas, el escenario y los elementos externos compondrán el componente iconoclasta de compleja lectura que sirve para atesorar la exclusividad de esta cinta dentro del extenso grupo genérico que protagoniza la filmografía nipona.

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    Chuugi – Lealtad. 

    Si la imagen es el epítome revelador en Harakiri, y todo lo demás compone una suerte de anotaciones sobre el guion de una importancia fundamental para su comprensión definitiva, es lógico y necesario valorar qué importancia tiene el hecho categórico al que conduce toda esa acción: la muerte. Al samurái se le exigía que respondiera con su vida ante cualquier ataque contra el Shogun o su patrimonio. El concepto de lealtad no se ha visto alterado a lo largo de los años, por mucho que hayan cambiado las estructuras de gobierno. El alma del guerrero siempre se ha vendido como inmortal y cuya salvación se encontraba en la lealtad postrera. Un alma corrupta, contaminada por la cobardía, conduciría al hombre a un tormento eterno, probablemente en en alguno de los círculos propuestos por Dante en su Divina comedia. La alienación del combatiente ha sido mostrada por la ficción cinematográfica desde sus orígenes y desde prácticamente todas las perspectivas; no existe, por el contrario, un ejemplo tan acertado como el que construyó Kobayashi en su retrato poliédrico de las altas esferas, aquellas que sin compasión tratan de beneficiarse a toda costa de sus súbditos. Harakiri compone una efigie desfigurada, una caricatura grotesca que parte de la nitidez de una imagen sencilla que poco a poco sufre un proceso de deformado involutivo para construir finalmente una silueta de la distorsión psicológica del alto cargo.


    En Harakiri todo es represión e involución. La mirada desilusionada de su autor nos lleva a presenciar cómo en los desasosiegos existencialistas más recurrentes de la sociedad japonesa no hay lugar para la razón. La marcha fúnebre, eco incesante, resuena mientras los protagonistas se balancean sobre un abismo febril de locura, venganza e incomprensión; prevalece lo legendario sobre lo coherente.



    HarakiriEn Harakiri todo es represión e involución. La mirada desilusionada de su autor nos lleva a presenciar cómo en los desasosiegos existencialistas más recurrentes de la sociedad japonesa no hay lugar para la razón. La marcha fúnebre, eco incesante, resuena mientras los protagonistas se balancean sobre un abismo febril de locura, venganza e incomprensión; prevalece lo legendario sobre lo coherente. El pesimismo hacia lo atávico nos presenta la cultura heredada como una maldición impuesta de la que no resultará nada fácil librarse. La misantropía conceptual de la película se sostiene cuando comprendemos que la muerte se entiende como la propia salvación, como la única esperanza del hombre de liberarse de sí mismo. Kobayashi se recrea en el derrotismo a golpe de iconografía, mediante una sintaxis naturalista y un planteamiento unívoco y sincero que nos introduce en una espiral de una única salida, alcanzable tan pronto como el ser humano deje de cometer los mismos errores una y otra vez.


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Alicante-Dublín


    Anexo #1 / Tabla con las dos líneas narrativas y los diferentes espacios temporales de Harakiri.



    [1]. Pese a que se consideran sinónimos, parece que la forma apropiada de referirse al suicidio ritual es la de Seppuku, mientras que Harakiri corresponde a la forma coloquial del lenguaje vulgar. Por este motivo nos referiremos al ritual como “seppuku” y al título de la película como “Harakiri”.
    [2]. Daga de unos 30 centímetros.
    [3]. Ayudante del samurái que practica seppuku. Su misión consiste en cortar la cabeza del guerrero, cuando termine el ritual, para acortar su sufrimiento.
    [4]. La ley marcial protege a los soldados ante cualquier acto criminal, por lo que el concepto justicia toma aquí un cariz mucho más cercano al de venganza.
    [5]. Rango militar máximo.
    [6]. El subtítulo de la foto reza: El general mató a un Vietcong con la pistola. Yo maté al general con mi cámara fotográfica. La repercusión mediática de la foto, ganadora del Pulitzer en 1969, arruinó la vida del general Loan, que sólo cumplía órdenes del gobierno estadounidense.


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