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    Cine Alemán Siglo XXI

    Flores rotas

    Loreak

    La elección del idioma hablado en una película no es un tema menor. Más allá de cuestiones políticas transversales, están aspectos como la fisicidad y la sonoridad del idioma mismo. Cómo se articulan las palabras; no ya cómo suenan sino a qué nos recuerdan, qué sentimientos nos evocan; qué transmiten según en qué situación nos veamos envueltos. Cómo se enfrenta el hablante a la tragedia de no hallar adjetivos en su lengua autóctona, la(s) que aprendió a chapurrear cuando bebé. Tiempos felices por ignorancia. Un día mi madre, medio dormida pero al fin y al cabo sarcástica, confundió el francés con el inglés mientras escuchaba a Stallone y yo me eché a reír sin pensar en su humilde somnolencia: yo sería incapaz de distinguir, aun despierto, el ruso del polaco, idiomas relativamente próximos entre sí y que practico como el alemán o el japonés en una partida de los videojuegos Commandos o Medal of Honor: muy ridícula y macarrónicamente y con subtítulos y dos copitas de pacharán. Es decir, con trampa y mucho cartón. A estas alturas estoy convencido de que si las personas en la vida real hablaran con subtítulos todo sería más fácil (ese Onetti laso/intermitente/inaudible, decidido a no hacerse entender, pensando mil palabras y descartando novecientas noventa), y se ligaría mogollón por aquello de pararse a leer y detectar los dobles sentidos del interlocutor o posible —aunque cada vez con menos posibilidades, ya que has bebido demasiado poco— ligue.

    Dicen los amantes de los tópicos que los vascos son gente ruda, curtida en esto del vivir casi sin pestañear, y a los vascos Dios (que era vasco también, según Sabino Arana) les regaló un idioma bien sonoro para evitar reprimendas de sus feligreses en el norte. Yo no sé hablar euskera, pues me paso la vida dando las gracias, diplomáticamente, mientras que ellos dicen "eskerrik asko", marcando terreno con una sonrisa a veces invisible y un poco armando el fusil dialéctico por ejercitar el paladar. Y si le añades exclamaciones a ese agradecimiento resulta un final de soflama de anuncio épico que ya quisiera para sí el castellano. Más aún: en un alarde de inteligencia estético-lingüística, le ponen zeta al cero, como los anglosajones a la Coca-Cola, reina del marketing que se procura beneficios con el innoble arte de escribir anuncios y sumar (sí) ceros, y al número 10 (identificado desde siempre con la perfección) le dicen hamar. Si la manera de entender una cultura reside en parte en su idioma, el desafío de aprender euskera es uno doble y musicalmente sincopado. Lo descubrimos gracias a filmes como Loreak, cuyos personajes se identifican con mi no-sonrisa y me hacen saber, sin decir nada, acerca de ese necesario nubarrón pasajero que es también lluvia con su propia sonoridad.

    Loreak

    Y así escampó en Donosti, en el aún reciente Festival de San Sebastián, la segunda película-tormenta de José María Goenaga y Jon Garaño —escrita junto con Aitor Arregi— tras En 80 días. Sustituyendo el fenómeno meteorológico por el cinematográfico, cuyo idioma original es sistemáticamente defenestrado por el doblaje y cierto público que sospecha —cada vez menos— tan solo por su estigma político. No allí, claro, en casa. En un festival que deviene por definición sistema heterogéneo y multicultural, ya seas un cineasta tailandés o mostoleño o iraní. Sería por tanto un error imperdonable doblar a Ane (Nagore Aranburu), a Lourdes (Itziar Ituño), a Tere (Itziar Aizpuru), a esas mujeres separadas por la rutina y conectadas por las flores que esta primera recibe de forma anónima y que van a marchitarse en un curva que, no dejen al cursi hablar, no es el destino sino la puta vida con su indistinguible humor. Todos los jueves hay ramo de flores, y al marido de Ane (¿para qué iba yo a enviarte flores?, dice mientras se sienta a ver la tele) no le hace mucha gracia que cualquier perturbado/a le regale flores a su mujer, que desconoce quién se las envía pero acepta de buena gana porque son siempre distintas a las anteriores, distintas especies cada vez más exóticas, desde gardenias hasta tulipanes pasando por alguna rosa cuyo nombre científico desconozco aunque cualquiera diría que ha pasado casting, todas ellas seleccionadas finalmente por un/a florista anónimo: he aquí la obra de un Señor/a X que no quería reconocimientos, como ese escritor que olvidó escribir su nombre en la tapa del manuscrito y al que ya han leído millones de personas a lo largo de varios siglos sin siquiera poder agradecérselo con una entrada en la Wikipedia.

    Loreak retrata con dejo triste a personas que cumplen con su rutina y se ven, de pronto, condenadas a seguir aun sin fuerzas. Personas normales haciendo cosas normales a través de un objetivo que las convierte ipso facto en sustancia táctil, efímera. Trabajadores que se hunden en la tormenta diaria, a la altura de los ojos, para asentir con un bai. Que es intraducible y evoca más bien un "déjame en paz conmigo mismo".

    Juan José Ontiveros
    Redacción Madrid



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