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    Cine Alemán Siglo XXI

    Historias de una jukebox americana: El cine de David Fincher

    Los hombres que no amaban a las mujeres

    Historias de una jukebox americana


    La playlist —a la que pueden acceder al final de este artículo como acompañante de esta lectura— está elaborada, íntegramente, por Juan José Ontiveros a partir de la filmografía de David Fincher.

    I. Preludio sin preámbulos


    Thelonious Monk y Bud Powell eran amigos y nadie a estas alturas discute sus espiritosas confidencias. Dicen que Monk estaba loco. No es mentira. A Powell las drogas lo dejaron hecho mierda. Murió en Nueva York el 31 de julio de 1966, alcoholizado y tuberculoso como una puta del Whitechapel finisecular (s.XIX). Monk también consumía pero era más fuerte que Bud. Una bomba de pulso, siempre imprevisible. Le faltaban dos tornillos, y la gente suponía que eran dos tornillos maestros. A Monk sólo le importaban su música, su mujer, Nellie Smith, y sus tres hijos. No necesariamente por este orden. O quizá sí: Thelonious respiraba jazz y el jazz cedió a la respiración tímida y diletante de los jazzmen blancos. Una noche cualquiera él y Bud iban conduciendo tranquilamente y una patrulla anti-negratas con dos guripas la tomó con ambos músicos, ordenándoles que parasen junto al arcén. Powell tembló, nervioso, y tardó en reaccionar con la papela de heroína aún entre sus finos dedos. Monk estuvo rápido, se percató de la parálisis que atenazaba a su partenaire y la tiró por la ventanilla. La bofia enterró al menos asustadizo, es decir a Monk, que cumplió nueve meses a la sombra. Un día otro poli le espachurró los dedos a porrazos. Resulta que ese negro no se comportaba como un negro bobo. Se mantenía firme con las manos sobre el volante y allí siguió por eones. Sin contestar. Sus palabras favoritas eran mierda, gilipollas, pse y na. De tanto en tanto vomitaba sustantivos rimbombantes. Le confería un aura de torpe intelectual con diccionario. Thelonious es excéntrico, casi mudo, habla a través de ochenta y ocho teclas. Lo asegura Geoff Dyer en Pero hermoso: Monk incentivó la estética del bebop —boina y gafas de sol— y no sabía vivir sin su mujer y mejor amiga, una muy diligente Nellie. El matrimonio funcionaba por simbiosis más o menos disfuncional; ella mitigaba como nadie las tormentas de él, y éste rendía al máximo con Nellie entre el público. Justo antes de morir —un 17 de febrero de 1982—, Monk profirió una bravata ininteligible. Cuentan que estaba loco. Siempre decía hola a sus vecinos.

    El jazz puro es un organismo letal. El grito de Tarzán enmudece ante la sordina de Miles Davis. Charlie Parker se bañó en jaco y olvidó salir a la superficie. Era tan joven a su muerte, treinta y cuatro primaveras fugaces, que algunos fanáticos sin escrúpulos rastrearon su saliva calcificada en la boquilla del saxofón tenor, pues igual había caído dentro como el genio de la lámpara maravillosa. No hubo suerte. Los genios mueren pronto y si no mueren pronto son impostores. Y jamás conceden deseos; si acaso escuchan en su cabeza sonidos que podrían llegar a ser útiles en la neblina de un club nocturno. América es cuna —y coartada— del primer jazz sureño, donde el swing adquiría connotaciones salvajes. Sonó al principio en Nueva Orleans y después en Chicago, desde las antiguos caserones coloniales limítrofes a La Casa del Sol Naciente, hasta los clubes (no tan) selectos que ungían candela a Duke Ellington. La improvisación se extendía a su vez como sortilegio y negocio incipiente cuyas ramificaciones, o subgéneros, ponían banda sonora no ya a la herrumbre del manido American Way of Life sino también a un conjunto de síntomas psicológicos indefinibles: la insatisfacción, el insomnio, la tristeza, la pérdida, la paranoia, la búsqueda... El vacío. Almas que vuelven a crepitar en burdas imitaciones de John Coltrane, Thelonious Monk, Miles Davis, Louis Armstrong, e incluso Charlie Bird Parker. Now's The Time, "ahora es el momento", dijo al saxo este último hombre al que Clint Eastwood ofreció de manera póstuma la vida en pantalla grande con eso que dicen biopic. Y no le salió mal. Nadie se ofendió, algunos se durmieron porque los hay que duermen a jamón flácido cuando escuchan cosas importantes. Y cuando no también. Suenan sonidos saltarines que resbalan en incandescentes secuencias donde Bird respira sólo por tocar mejor que antes, más lento aunque más rápido, mientras al otro lado del tocadiscos el detective William Somerset atiende —en un perfil lleno de tensión— una llamada y se malicia el próximo crimen bajo esa Nueva York permanentemente lluviosa. Hay siete pecados capitales y todos, mal que bien, se difuminan en Straight No Chaser. Porque "aquí no habrá un final feliz. Es imposible". Monk estaba loco y John Doe (Kevin Spacey) nunca saludaba a sus vecinos.

    El mundo es un lugar extraño, Mills. Siempre el mismo, pero siempre una sorpresa.

    Seven

    Soul funerario

    A comienzos de los 70 el Sonido Motown prestigia el soul y uno de sus baluartes es Marvin Gaye. Su ídolo mayor se llama Sam Cooke, que ya desfiló a peor vida en un pasado que volverá a suceder con el hacedor del reivindicativo y reivindicable What's Going On. "Recuerden", escribió Diego Manrique en las páginas de El País, "en 1964 no había voz más dúctil, cálida y emotiva que la de Sam Cooke". A Cooke la encargada de un motel le cosió tres tiros en mitad de un forcejeo y él respondió: Señora, me ha disparado. 11 de diciembre de 1964. Los Ángeles, California. 33 años perdidos por el desagüe. La Historia se escribe para que otros la repitan arrastrando preposiciones. Así pues, inmerso en una espiral de paranoia (estaba convencido de que planeaban asesinarlo), depresión y cocaína, Gaye se mudó a casa de sus padres en el Bulevar de Wilshire, donde cambió su pulcra indumentaria chic por un sencillo albornoz. El domingo 1 de abril de 1984, Día del Señor, el Reverendo Marvin Pentz Gay Sr. —la e fue un añadido puramente cosmético— arranca a discutir con su hijo. Nunca miró con buenos ojos las canciones "libidinosas" de Junior. La bronca, como diría el de Rosario, tomó ribetes desesperados y el padre agarró la escopeta y felicitó a su ya maduro chaval, que no llegó a cumplir los 45, con un día de antelación.

    Hemingway escribió: "El mundo es un lugar hermoso, un lugar por el que merece la pena luchar". Estoy de acuerdo con la segunda parte.

    (Trouble Man chasquea en vinilo gracias a la hermosa mujer de Mills, en una escena de interior, de noche, en un apartamento que se agita como una coctelera sonriente.)

    Seven

    II. El purgatorio


    Un obeso mórbido aparece kaput en su mugriento cuchitril. Tiene la cara hundida en un plato de espaguetis y las piernas atadas con concertinas a la altura de los tobillos. Y a sus pies, bajo el mantel que cubre la desvencijada mesa redonda, hay una palangana llena de vómitos. Los detectives Mills y Somerset entran allí portando linternas; está oscuro y huele a sebo y a cadáver en descomposición. El gordo no respira porque le ha estallado su corazón de orca que ya no rezuma más que salsa de tomate. Se necesitan cuatro tíos musculosos para transportarlo a la morgue. Está morado y sus genitales semejan un percebe en mitad del tsunami adiposo. Comió hasta reventar. El primero de siete asesinatos que representan los siete vicios capitales: gula, avaricia, envidia, ira, soberbia, pereza y lujuria. Somerset es viejo y leído; Mills, joven y perspicaz. Antes de unir ingenios para capturar al psycho-killer —el veterano tiene previsto jubilarse al término de esa fatídica semana—, Somerset acude a la biblioteca en busca de una pista que le ayude a descifrar el enigma de ese atormentado lector de Dante Alighieri y de Geoffrey Chaucer (Los cuentos de Canterbury), entre otros muchos. En el taxi que toma hacia su destino, el conductor le pregunta a dónde se dirige y Somerset, que en ese instante observa a la turba rodear a un tipo indefenso, le responde no sin lógica: Muy lejos de aquí. Un movimiento de grúa, elipsis mediante, y entra a dicha biblioteca ya cerrada. Conoce bien a los guardias, así que les pregunta cómo están; por educación y ética. Mero protocolo, gajes del oficio, muchos años olfateando calles y asintiendo a demasiadas gilipolleces. Es de esa raza en peligro de extinción, y no hablo de colores sino de modales. Si te cosiera un tiro implorarías por que, además del balazo, te pegara también su elegancia. Uno le saluda: Hola, Sonrisas. Somerset toma asiento.

    —¡Caballeros, caballeros! –dice Somerset–. Nunca podré entenderlos. Todos estos libros. Todo este conocimiento a su disposición. ¿Y ustedes qué hacen? Juegan al póquer toda la noche.
    —Hey, tenemos cultura.
    —Sí, nos sale cultura hasta por el culo.
    —¿Qué te parece esta cultura?

    El segurata pulsa el play de un loro. Emergen las primeras notas de la Suite No. 3 in D Major, BWV 1068 Air compuesta en 1730 por Johann Sebastian Bach. Es entonces cuando David Fincher introduce un par de sus señas estilísticas: el travelling lateral con dolly y el uso de música diegética. La cámara persigue a Somerset, quien rapiña una edición vetusta de La divina comedia, y estos planos se entremezclan con otros seis de Mills hojeando fotos y desentumeciendo el cuello (en ángulo cenital) ante el imperceptible escrutinio de su mujer (Gwyneth Paltrow) en una suerte de montaje paralelo de escuela cartesiana.

    —Sonrisas, ¿no nos echarás de menos?
    —Puede que sí.

    The Game

    III. Conejo blanco


    Bach tuvo veinte hijos y cuatro de ellos pulían el pentagrama con diferente aptitud. Se casó de primeras con su prima Maria Barbara y de segundas con una tal Anna Magdalena Wilcken, ilustre soprano nacida en Zeitz y aficionada a las reuniones familiares de pandereta, organillo y brebajes asquerosos. Lo duro, ella y Bach, preferían guardárselo para fiestas menos ociosas. Cantaron línea doce veces, y si no hubo pleno al quince fue porque aún no se estilaba lo del balompié. Todo es aquí una travesura a cara o cruz, a veces indeseable, como tener hijos y discutir luego paternidad. Esta historia no se parece en nada a su progenitor, David Fincher; no es autobiográfica pero escuece y sabe a LSD. Si ya es complicado ponerle nombre a un crío, imagínense a veinte. Este es el tercero. Se titula The Game. El primero salió con fórceps y la abuela, 20th Century Fox, lo miraba de lado porque era muy, muy grotesco. Los pronósticos vaticinaban —a todas luces— catástrofe económica; "este alien nos ha salido rana", decían sus inversores. El segundo hizo carrera y, aseguran, valía por siete. Vástago de culto. Misterioso y con esa aura torture porn aún por catalogar. Lo mismo sonreía que se liaba a tiros. O recitaba versos de John Milton: "Largo y arduo es el camino que conduce del infierno a la luz". Y así. No había quien le tosiera. Y ocurrió un tercer, ya más juguetón y a ratos piadoso, rico huraño. Dueño de un imperio empresarial que pertenecía a su padre, depresivo con tendencias suicidas que materializó despeñándose desde el tejado de la mansión familiar y amaneciendo a los pies de una fuente que manaba sin interrupción. Nicholas van Orton se llama. Y recibe un singular, catártico presente de cumpleaños por parte de su hermanito pequeño, Conrad. Esa napia insustituible y esa boca diminuta a la par que avejentada con dos penetrantes faros azules: Sean Penn.

    El de California se merienda al de Nueva Jersey, Michael Douglas a merced de una organización que convierte a los soberbios en humildes. "Elegí el sueño eterno, al igual que mi padre", dice Nicky a punto de saltar al vacío. Ya han pasado varios días y Grace Slick canta One pill makes you larger / And one pill makes you small (Una pastilla te hace más grande / Y otra pastilla te hace pequeño) y hace retumbar las paredes iluminadas con luz ultravioleta que descubre grafitis y más grafitis y algún que otro andamio y focos sueltos por las habitaciones del broker, cuyo rictus al ver tal performance invoca involuntariamente a Lewis Carroll y su País de las Maravillas. La canción (White Rabbit) es interpretada por Jefferson Airplane, un grupo que trasunta psicodelia y radicado en San Francisco, donde transcurre The Game. Mejor imposible. O casi. No hay nada gratuito en las selecciones musicales de Fincher. Su mente es un laboratorio que funciona a otra velocidad y con un instrumento distintivo: el talento abisal del fogueado en la arquitectura del videoclip, pendiente durante su formación de los grandes maestros americanos (su película favorita es Dos hombres y un destino), y también europeos, llámense Martin Scorsese o Alfred Hitchcock, David Lean o Federico Fellini, Stanley Kubrick o Claude Chabrol, Terrence Malick o Roman Polanski. Casi nada. Más aún en los tiempo del Big Mac, mientras unos —majors— ofrecen porque sí y otros —demandantes— engullen sin saber qué. El director hollywoodiense se enfrenta hoy a un reto colosal: las falsas expectativas y la saturación de nombres medianos. A la banalidad, también.

    El club de la lucha

    IV. 'Thriller' antisistema


    Atrás quedó el binomino Fincher-Shore de las primeras películas. Es tiempo de botones, samplers, electrónica en general. The Dust Brothers fichan por El club de la lucha o, mejor dicho, ellos son fichados para adaptar musicalmente la novela homónima de Chuck Palahniuk. Cronista del underground cuyas frases célebres —y no poco ingeniosas, reconozcámoslo— venden pósters y masajean utopías adolescentes. "Si quieres una tortilla, tienes que romper algunos huevos; con la suficiente cantidad de gasolina y zumo de naranja puedes fabricar napalm; no me habían follado así desde la escuela primaria; la autoperfección es simple masturbación; el condón es el zapatito de cristal de nuestra generación, bailas con el toda la noche y luego lo tiras, al condón no al extraño; cuando tienes una pistola en tu boca, sólo pronuncias vocales". Y así, hasta el infinito durante apenas dos horas de metraje e intensos meses encajando hostias en el sótano de un bar negro como boca de lobo. Aun con sus decrépitos neones.

    En la secuencia más romántica del filme, Edward Norton descubre que no es el único impostor en esa reuniones de enfermos terminales a las que asiste porque sólo así puede contrarrestar el insomnio; y, tras varias semanas sin dormir por ese contratiempo con ademán chiflado y un cierto atractivo indefinible, reconoce: "Si tuviese un tumor, lo llamaría Marla. Marla. El rasguño en el paladar que sanaría si dejases de pasarte la lengua. Pero eres incapaz". Más tarde, ya en 2011, Fincher retoma ciertas actitudes que vimos en el personaje interpretado por Helena Bonham Carter: su fabuloso remake de Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres mostraba a una antiheroína igualmente amoral y más incendiaria, si cabe. Lisbeth Salander en piel y voz de Rooney Mara, quien, ya lo advertí en su día, emula con tesón el deporte rústico por antonomasia y en cada nuevo thriller (psicológico, o no) que coprotagoniza se muestra con negrura, sadismo y demonios pululando tras esa mirada sin termostato ni amabilidad.

    Evolución y/o contraevolución

    Dicen que cuando recibes un golpe, ya sea en la cara o en cualquier otra zona inferior, te sientes más vivo que nunca. El cerebro nada en dopamina. Pero eso ocurre porque al sentir dolor, sientes un poco más cerca tu propia muerte. Tu propia fragilidad. Deseas el castigo pero, te dices, ojalá no dure mucho. Los que suben al ring pactaron antes con el Diablo por unas hostias como Dios manda. Es un continuum, y así ha de seguir siendo. El pasado 13 de septiembre, Floyd Mayweather y Marcos 'El Chino' Maidana se enfrentaron en el MGM de Las Vegas por segunda vez. A eso del cuarto o quinto round, el argentino le enchufó a su oponente un recto en lo que los especialistas denominan "boca de la pera". Su brazo derecho se estiró como un látigo y por el rabillo del ojo vio pasar el de Mayweather, que recién había encajado el obús cuando su puño, eléctrico y sarcástico, estalló en el pómulo izquierdo de Maidana. Me pareció verle parpadear. Pensé entonces en aquel sketch de los Monty Python, en el que Eric Idle llega a la oficina de alistamiento del ejército y le dice al supervisor que ha decidido objetar de conciencia, y éste le pregunta si es pacificista, a lo que Idle —tras un breve silencio con mueca nietzscheniana incluida— responde: "No, soy cobarde". Y sin embargo, ahí seguía yo y ahí siguen ustedes, rehuyendo pelea y al mismo tiempo fascinados por su mecánica. Esa atracción por la narcosis que anega sinuosamente algunas películas de Fincher. La sintomatología del psiquiatra forense que se enamora del modus operandi de su asesino. Y es que en el cine, como en la vida, urge aprehender las reglas para transgredirlas mejor.

    Zodiac

    V. Guión, guión, y después, guión


    "Fincher tiene acceso a los mejores guiones; yo, tengo que escribirlos".
    Quentin Tarantino

    La universidad de Carolina del Norte era conocida por Andrés Montes como La Fábrica de Churros porque allí se confeccionaban unos baloncestistas de primer nivel. Michael Air Jordan ("jazz en movimiento", dijeron de él en su día) masacró a sus rivales y durante tres cursos seguidos lideró —junto con James Worthy— a su hueste cual fidedigna reproducción sin bigote del general Custer: cambió el vello por la Gillette y, de cuando en cuando, sacaba la lengua para advertir a los otros de que él era Jordan y no-hay-tutía. Universitario suertudo, acabó ganando seis anillos con los Chicago Bulls y una película junto a Bugs Bunny y Bill Murray. Qué churrería insuperable. Los hay que triunfan colándola por el aro mientras que otros se inventan el aro para cobrar por cada pelota encestada. Las mejores historias no se escriben, pues suceden sin más, aunque a veces el aderezo impone brillo a la decadencia del vivir. David Fincher cuenta para sí con una fábrica de guionistas que pulen el churro y lo convierten en ficción oscarizable. En 1994 se le apareció un joven de treinta que venía de escribir los diálogos (y la acción) de unos personajes a los que darían no ya vida sino resurrección, Jeff Goldblum y Alicia Silverstone en Asesino del más allá. Un requiebro todavía más sci-fi —y sin arcilla churretosa— de Ghost.

    El joven llevaba un guión bajo el brazo y se llamaba Andrew Kevin Walker. ¿De qué va?, bostezaron aburridos los productores. "De un psicópata que asesina y a través de esos asesinatos maquiavélicos da sermones y simboliza los siete pecados capitales, que son..." Se7en, claro, asintieron los productores. A Steven Zaillian no hubo que asediarle con preguntas porque antes de escribir la revisión norteamericana de Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres, ya era un writeur (así llaman en Estados Unidos a los escritores con sello de autor, lo cual no deja de ser una paradoja, ya que Zaillian es un especialista adaptando textos ajenos) consumado y antológico; no obstante había escrito los guiones de La lista de Schindler, Gangs of New York (éste a seis manos), American Gangster y, más recientemente, Moneyball. Fincher suele rodearse de guionistas que cumplen a la perfección una máxima inherente al mejor Hollywood hoy en pérdida: el control absoluto, sin resultar condescendiente para con el espectador, de la trama y su tempo, siempre al compás de una sustancia intangible aunque definitoria, que no es sino la atmósfera tanto figurativa como visible. Nada rechina y todo responde a su propia lógica interna. Más aún en películas como La habitación del pánico, donde el metrónomo ejerce también de soga que oprime a hija y madre, prisioneras en su nueva casa junto a Central Park (un exquisito set diseñado por Arthur Max). Que ni un T-Rex hubiese podido tirar abajo semejante portón de acero. Y si no me creen, pregunten a David Koepp, que algo sabía de grandes dinosaurios terroríficos.

    Zodiac
    'Se busca' para siempre

    Al norte de Vallejo (California) hay algún que otro mirador escondido entre curvas sinuosas. Allí yacen jóvenes parejas que se abrazan a hurtadillas, discuten a besos y se reconcilian sin pedir factura. De vez en cuando los coches escupen una bocanada de humo para anunciar que ya finiquitaron el lúbrico simposio. De vez en cuando no hay nadie, y un pipiolo se convierte, justo ahí, con la bragueta flácida, en presa fácil para el Hurdy Gurdy Man. De vez en cuando no hay nadie, porque todos se han ido pero el que llega para unirse sólo mira a distancia. Aunque de vez en cuando se baja del Mustang y te convida a Glock o a Magnum, y tú, sin poder negarte, aceptas con gesto de "No, por favor. Así no". Son zonas aquellas cinegéticas, sórdidas incluso a plena luz del día, con el sol cayendo a machete; carreteras perdidas donde se habla con no poco humor y los asesinos gastan atávicos seudónimos. Así se presenta el asesino/psicópata-epistolar Zodiac, mediante carta que incluye nota críptica cuyo receptor —el San Francisco Chronicle— no consigue descifrar hasta que el humorista gráfico del periódico (Jake Gyllenhaal) se interesa por tan morboso killer. Pura obsesión no culminada. Esta vez, David Fincher recurre a su batería de clásicos del rock, el soul y el funky setentero, a saber: Easy To Be Hard, de Three Dog Night; A Horse With No Name, de America (tan publicitada últimamente gracias al anuncio Impossible Traffic de Toyota); Soul Sacrifice, de Santana; Hyperbolicyllabicsesquedalymistic, de Isaac Hayes; Papa Was A Rollin' Stone, de The Temptations; incluso refrescantes hits como You Ain't See Nothing Yet de Bachmann Turner Overdrive, o I Want To Take You Higher de Sly and The Family Stone, o la propia —aunque más telúrica— Hurdy Gurdy Man, compuesta por ese reverso dylanita con menos estrella que Robert y de cantautor apelativo británico: Donovan.

    La turbiedad, el desasosiego, el peligro constante se dan la mano en esta película basada en una crónica de Robert Graysmith, cuyo testimonio no incluye final posible: el gran sospechoso, Arthur Leigh Allen ("Yo no soy Zodiac, pero si lo fuera, tampoco te lo diría", llegó a declarar), fue descartado tras las pertinentes pruebas de ADN realizadas a las cartas que Zodiac envió a la redacción del San Francisco Chronicle y a algún que otro plumilla freelance inmerso en pesquisas policiales. El reto era: ¿cómo atraer al espectador si el imperativo supuestamente natural es que un filme así, sobre la investigación de equis número de asesinatos, se salde con la captura de su autor? Son debates estériles que conducen a una carretera de sentido único; el cine debe ir más allá, y asentarse en un discurso que prestigie no tanto el planteamiento o el desenlace como el camino andado. O cómo se anduvo. O sea: la estructura formal y la alternancia de voces que no da cabida Zodiac. La transmisión de ideas y sentimientos a veces intangibles, como pudieran ser un mohín o un sonido delator, identificable para todos nosotros en cualquier latitud. Seguir describiendo el Mal para no seguir escribiendo bondades sin interés alguno.

    El curioso caso de Benjamin Button

    Breve cronología de una epopeya cinematográfica

    1922: Francis Scott Fitzgerald publica El curioso caso de Benjamin Button en la revista Collier's.
    1987: Universal Pictures adquiere los derechos y contrata a Frank Oz (La tienda de los horrores), quien hace un trato con Martin Short, el Jack Putter de El chip prodigioso.
    Enero de 1990: Universal contrata a la guionista Robin Swicord.
    Marzo de 1990: Universal pone fin al acuerdo con Oz y Short. A continuación, se incluye a Steven Spielberg como director y conversan con Tom Cruise para que protagonice la película.
    Agosto de 1990 / Noviembre de 1991: Revisiones dos y tres de Robin Swicord.
    1991: Spielberg se retira para dirigir Hook y Jurassic Park.
    1991: Los productores Frank Marshall y Ray Stark (tenedor de los derechos) se asocian y llevan el guión a Paramount. Cuarta revisión de Swicord.
    Septiembre de 1994: Paramount y Universal firman un acuerdo de coproducción.
    Diciembre de 1995: Acuerdo con Agnieszka Holland.
    Marzo de 1996: Fin del acuerdo.
    1998: Los estudios contratan a Ron Howard.
    Noviembre de 1998 / Octubre de 1999 - Revisiones seis y siete a cargo de Swicord.
    Marzo de 2000: Los estudios contratan a Spike Jonze. Sí, adiós, Ron Howard.
    Junio de 2001: Y, sí, adiós a ti también, Spike. Universal y Paramount contratan al prestigioso guionista Eric Roth, autor de los libretos de, abróchense los cinturones, Forrest Gump y El dilema. Él será el encargado de trasladar la acción del cuento —ambientado originalmente en Baltimore— a una Nueva Orleans previa al Katrina.

    El curioso caso de Benjamin Button

    Una vida vivida al revés

    "No es una película de '¡Yuju!' ¡Viva! ¡Qué bien! Es emotiva y muy dolorosa". DF

    Ahí estaba David Fincher, inmerso en los quehaceres de su magnífica empresa, cuando se dijo que ya iba siendo hora de recibir su estatuilla dorada. En 2007, tras marcarse un policíaco de alta graduación irresoluble y encajar el durísimo golpe que supuso la muerte de su padre, se disponía a repetir la hazaña de James Cameron y su Titanic, cuyo éxito comercial le reportó también al de Ontario 11 Oscars, entre ellos uno al mejor director. Las comparaciones, si bien son injustas, en este caso valían su peso en semejanzas narrativas. Ambos filmes, ambos guiones echaban mano de una focalización externa, pues tenían sendos narradores —Titanic a Rose, ya anciana, y Benjamin Button al propio Benjamin permanentemente viejo y perpetuamente joven, oído tan sólo a través de su diario, en posesión de la muy frágil Daisy— omniscientes que, a la manera clásica, contaban la historia no sólo de sus existencias respectivas sino, casi sin quererlo, todas las vidas de un país, el suyo, voluble e irreconocible, por el cual profesan un amor —y un dolor— a perpetuidad.

    Benjamin, hijo biológico de Caroline Murphy, irlandesa que en 1903 emigró a Nueva Orleans junto a sus hermanos y que el 25 de abril de 1918 casó con el empresario Thomas Button, nació curioso y al verlo su padre lo quiso tirar al Misisipi. Caroline murió tras dar a luz y su marido al ver tamaño freak decidió zanjar el asunto por la vía rápida. No obstante, él había jurado a Caroline que lo entregaría a una familia pudiente en eso del cariño, y así, tras correr hacia no sé dónde entre fuegos artificiales y una chusma gritona celebrando el happy-sad end de la Gran Guerra, lo abandonó en una residencia de vejetes donde, suponía, este hijo mío no desentonará con la decoración. "Nunca he visto nada igual. Está prácticamente ciego de cataratas. No estoy seguro de si oye. Sus huesos indican artritis severa y su piel ha perdido la elasticidad. Tiene manos y pies osificados. Muestra los achaques no de un recién nacido, sino de un hombre de ochenta y muchos con un pie en la tumba". Esto se lo dice el médico a Queenie ("mama" de Benjamin a partir de ahora y para siempre), quien asiente resignada al diagnóstico y sube al salón y se lo presenta a todos los huéspedes. Una señora septuagenaria se acerca a mirarlo. "Es clavadito a mi exmarido", dice ganándose algunas risas.

    El curioso caso de Benjamin Button

    Dirigida con insospechado virtuosismo, El curioso caso de Benjamin Button es la película perfecta para desgranar cualquier tiempo imperfecto. Habla de todo lo importante y nunca sin elegancia. Es una fábula sobre la vida que empieza, claro, por el principio, pero con las cicatrices del que ha vivido demasiadas aventuras sin siquiera salir del útero. Un cuento que nació por simple capricho de su autor, Francis Scott Fitzgerald, y al que nadie rindió muchas atenciones, pues era "muy corto" y las únicas obras que ingresan en el canon suelen ser mamotretos con vistas a la posteridad. Hasta ahí, todo bien. Y, sin embargo, David Fincher se fue de vacío o con la pedrea de las categorías técnicas (mejores efectos visuales, mejor dirección artística y mejor maquillaje), que, cuando aspiras a eso tan cursi de la justicia poética, equivalen a una palmadita en la espalda. Perdió, o se dejó ganar, ante una película cuyos personajes y atmósfera se han difuminado totalmente en mi memoria: más vale el marketing que el mérito cinematográfico. Supongo.

    Brad Pitt es Benjamin y Benjamin fue parido con piel de saurio. Cate Blanchett, Daisy, es pelirroja y a sus veintitrés bailó en el Bolshói. Él se echó a la mar y ella a los líos de una noche entre actuación y actuación. Coincidieron a la mitad, Daisy se destrozó una pierna y Benjamin casi pierde el buche en un tiroteo (sí) contra un submarino nazi. Pero salió ileso y hasta rejuvenecido. Del colibrí, ese colibrí que "no es un pájaro común, es un puñetero milagro", no hablaré porque desliza preciosismos que no apetecen ni a cámara lenta. Y, qué tiempos, los sesenta, y qué músicos, los Beatles, surgiendo ya en el televisor del dúplex recién adquirido de Benjamin y Daisy, que se han encontrado a la mitad y bailan una canción que no es de los Beatles sino de Phil Medley y Bert Russel: Well, shake it up, baby, now (shake it up, baby) / Twist and shout (twist and shout) / Come on, come on, come on, come on, baby, now (come on, baby) / Come on and work it all out (work it all out).

    La red social
    Un milmillonario en chancletas

    En Chapel Hill, Carolina del Norte, se fabricaban jugadores de baloncesto y en Harvard, Massachusetts, premios Nobel. Algunos cronistas nativos sugieren por interés que North Caroline vio volar a los hermanos Wright y que fue un vuelo exitoso. Las discrepancias surgen por culpa del adjetivo, pues lo que para ti es exitoso para tu novia puede ser una calamidad. Pongamos que Wilbur y Orville Wright tocaron nubes bajas a comienzos del siglo XX, y que Jordan hizo lo propio casi un siglo después, elevando cota y chuleándose del tal Guinness. Los trovadores de la NBA cantan a Jordan porque Larry Bird dijo que era Dios en calzones y camiseta de tirantes. Los geeks se masturban en tributo a Mark Zuckerberg, al que sus feligreses bautizaron como "el próximo Bill Gates", a lo que el cerebrito respondió callando y espiando el muro de su exnovia, chica de clase media-alta que rompió con éste en un pub irlandés lindante al campus donde Zuckerberg crearía, minutos después, Facebook. O si se prefiere, el embrión: The Facebook. O, para ser más exactos, una web que colapsó la intranet de Harvard con fotos de estudiantes femeninas enfrentadas por parejas a las que miles de usuarios calificaban por méritos netamente faciales. Zuckerberg —por cierto— era, y es, rubicundo malcarado, porque sólo un aspirante a dandi se pasa la adolescencia escribiendo código. Tiene además un parecido razonable con Felipe IV y una suerte de biopic cuya autoría incumbe a otro rubio —Aaron Sorkin— cuya metralleta verbal lesiona sinhuesos. Tan es así, que un día en el set de The Newsroom a Jeff Daniels casi le explota la calabaza; mientras que a Jesse Eisenberg (Zuckerberg en La red social) no le explotó porque se sentía muy identificado con su encarnación. Casi agradecía correr en chanclas y pantalón corto por la nieve, saltando como nerd una hoguera la noche de San Juan. Que luego fue a El hormiguero, en 2013, y dijo que su presentador, y más concretamente el programa (que son la misma entidad) era bastante incomprensible.

    Los altavoces del pub escupen Ball and Biscuit y Zuckerberg le cuenta a su todavía —no por mucho tiempo— novia cuánto desea ingresar en un Final Club de estudiantes que estén en la onda, guays, como él. Tan genial y tan ingenioso. Ball and Biscuit es una obra maestra dentro de otra titulada Elephant, que así se llama el álbum de los White Stripes. El disco salió en 2003 y apenas unos meses más tarde despuntó Facebook. Lo que aquí consiguen Jack y Meg White, hermanos en la ficción sobre el proscenio y pareja en el realista backstage, pertenece a una galaxia superior con el volumen al 11. Entretanto, esa temperamental chica le ha dicho al próximo milmillonario más joven del mundo que se acabó, que ya han dejado de existir como dos, y que se entere bien de que lo deja no por ser friki, que también, sino por gilipollas/capullo. Que en inglés se dice asshole. Y cómo suena.



    VI. La Regata Henley


    Tictac, tictac. Un minuto y cuarenta y dos segundos. La microhistoria abre de negro por inercia de una transición ortodoxa. Los Crimson de Harvard se enfrentan al Roeiclub holandés. Un plano aéreo barre el canal que fuga hacia el verde horizonte. Las masas se agolpan y la orquesta afina instrumentos; panorámicas horizontales preceden una vertical que enmarca finalmente las dos trainerillas, ubicadas en el centro justo de la imagen. Los remeros baten acompasadamente los brazos y las palas sacuden a collejas el agua. Entretanto el remix de Reznor & Ross de In the Hall of the Mountain King, canción incidental compuesta en 1876 por Edvard Grieg, crece y crece cada vez más rápido. El Roieclub se pone en cabeza y la juez mira sin perder ripio y mueve los carteles en una persecución aún más estilizada que la que tiene lugar abajo. Los músculos bombean ácido láctico y los gemelos Winklevoss pierden fuelle y distancia con respecto a sus rivales. Un espectador con sombrero a lo Buster Keaton señala enardecido y jalea a los dioses; su señora aplaude y el resto también. La técnica visual empleada se denomina tilt-shift o efecto maqueta, y consiste —grosso modo— en reducir la profundidad de campo al mínimo y (des)enfocar selectivamente. La secuencia, íntegra e indivisible, debería figurar en todos los manuales de edición.

    La red social

    VII. 'To be continued'


    Pasa el tiempo y en verdad uno ya no sabe qué significa hacerse mayor. El tiempo (su tránsito), el amor y la muerte quizá sean los tres grandes leitmotivs de la literatura universal. Todos juzgamos (sotto voce) y somos juzgados (a todas horas). Y no me hablen del sentido de la vida, que ya sabrán ustedes tirarse al río sin ayuda. Frente a mí: un botón Button, un velero surcando los cayos de Florida, un relojero que fabrica un reloj que va hacia atrás, un hombre pararrayos [¿te he contado que me ha caído un rayo siete veces? Una vez mientras reparaba una gotera en el tejado (...) Otra, mientras cruzaba la calle para coger el correo (...) Una vez mientras estaba en el campo ocupándome de mis vacas (...) Una vez mientras iba en mi coche tan tranquilo (...) Y otra mientras paseaba a mi perro], una cantante de ópera de apellido Wagner, un capitán y artista a bordo de su remolcador Chelsea desde los siete años; Ivanhoe por fascículos, un amor furtivo tras los ventanales de El Palacio de Invierno, ya que "un hotel en mitad de la noche puede ser un lugar mágico", y esa posterior Elizabeth Abbott que se convertirá en la primera mujer que cruza a nado el Canal de la Mancha; una bailarina atropellada por una sucesión de hechos azarosos, un huracán con nombre de mujer. Y Nueva Orleans sumergida. Alexandre Desplat rebobinando hacia delante la música en un amanecer dorado en el muelle familiar. Luisiana es jazz y John Coltrane nació en High Point, Carolina del Norte, a 945 millas de Bourbon Street. Thelonious Monk estaba ido y a Zodiac lo cazó su muerte. O sea, el paso del tiempo. Nadie reconoció al individuo que se escondía tras la letra, en Vallejo, California dreamin'. Trent Reznor y Atticus Ross, culpables de un par de los mejores scores que se han oído en el siglo XXI, aseguran haber grabado con orquesta en directo la música de Perdida, adaptación de la portentosa novela de Gillian Flynn. Que ya está aquí. En el umbral de las puertas batientes que dan acceso a la sala de cine.

    David Fincher nació el 28 de agosto de 1962 en Denver, Colorado.
    Una vez cubrió a Sting con guantes, foulard, paraguas y gabán negro hasta los tobillos.
    No está loco. Dirige películas.

    Los hombres que no amaban a las mujeres

    Greatest hits


    Disco I

    01. David Bowie — The Hearts Filthy Lesson (Se7en)
    02. Trent Reznor feat. Atticus Ross — In the Hall of the Mountain King (Edvard Grieg Remix) (La red social)
    03. Pixies — Where is my mind? (El club de la lucha)
    04. Three Dog Night — Easy To Be Hard (Zodiac)
    05. Thelonious Monk — Straight No Chaser (Se7en)
    06. America — A Horse With No Name (Zodiac)
    07. The Temptations — Papa Was A Rollin' Stone (Zodiac)
    08. The White Stripes — Ball and Biscuit (La red social)
    09. The New Classic Singers — Call Me (The Game)
    10. Jose Feliciano — The Sun Catch You Crying (Zodiac)
    11. Jefferson Airplane — White Rabbit (The Game)
    12. The Cramps — Like a Bad Girl Should (La red social)
    13. Matthew Sweet — Hollow (The Game)
    14. Stories — Brother Louie (Zodiac)
    15. Charlie Parker — Now's The Time (Se7en)
    16. John Coltrane — Mary's Blues (Zodiac)





    Disco II

    01. Johann Sebastian Bach — Suite No. 3 in D Major, BWV 1068 Air (Se7en)
    02. Trent Reznor, Atticus Ross feat. Karen O — Immigrant Song (Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres)
    03. Mark Sing — This Is Your Life (El club de la lucha)
    04. Marvin Gaye — Trouble Man (Se7en)
    05. Average White Band — Pick Up The Pieces (Zodiac)
    06. Eric Burdon & The Animals — Sky Pilot (Zodiac)
    07. Sly and The Family Stone — I Want To Take You Higher (Zodiac)
    08. Bachman-Turner Overdrive — You Ain't Seen Nothing (Zodiac)
    09. The Beatles — Baby, You're a Rich Man (La red social)
    10. Santana — Sacrifice (Zodiac)
    11. Donovan — Hurdy Gurdy Man (Zodiac)
    12. Enya — Orinoco Flow (Millenium: los hombres que no amaban a las mujeres)
    13. Alexandre Desplat — Sunrise On Lake Pontchartrain (El curioso caso de Benjamin Button)
    14. Alexandre Desplat — Love In Murmansk (El curioso caso de Benjamin Button)
    15. Louis Armstrong — If I Could Be With You One Hour Tonight (El curioso caso de Benjamin Button)
    16. Miles Davis — Solar (Se7en, Zodiac)
    17. Roots Manuva — Man Fi Cool (La red social)
    18. Dead Kennedys — California Über Alles (La red social)

    Gone Girl

    Como bonus track, la banda sonora de la inminente —se estrena este fin de semana en España— Perdida (Gone Girl), desde Soundcloud.


    documentación y artículo| Juan José Ontiveros (Madrid)
    edición| Emilio Martín Luna (Cáceres)
    El perdón Fantasías de un escritor Memoria Clara Sola
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