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    Crítica | La bella y la bestia (2014)

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    crítica de La bella y la bestia | La belle et la bête, Christophe Gans, 2014

    "Que el Diablo os esclavice y os cubra de mierda".
    (La Belle et la Bête, Jean Cocteau, 1946)

    La infancia es el único período vital que no conoce vanidades. En ella se camuflan los miedos más intangibles y, paradójicamente, también los más auténticos cuando se trata de huir a otros mundos en donde volar sin alas y resistir a la caída sin protección ni muertes in sécula. Resucitando, sin más. Porque, si bien querer es poder, también poder es querer creer en lo imposible. Un poco cursi, sí, siempre y cuando no sea usted un cascarrabias, o uno de esos alérgicos al mito romántico que cíclicamente los estudios de cine reavivan para disfrute de todas las bestias y todas las bellas infantiles que padecen nuestro monolítico machismo. No lo llamen ficción, ni siquiera algo así. Es... una fragancia. Ya lo entenderán más adelante. O quizá no. ¿Por qué entender lo que se nos sobre-explica? Sí, veo que lo entienden. En resumen: la infancia se vacunó contra el virus de la memoria, que es tanto fraude (identidad-necesidad) para el hombre cuanto símbolo de supervivencia (¿verdad, Mr. Jones?) en el somier, mientras soñamos despiertos por culpa —y gracia(s)— de un francés con rostro afilado y una mirada impenetrable aunque llena de tormentas que respondía al nombre de Jean Cocteau. Acaso el primer cabeza borradora que parió el cine. El cineasta/pintor/poeta/ dramaturgo/ilusionista/visionario-apocalíptico que en 1946 dirige la adaptación del popular clásico europeo, casi siempre con acento francés, La bella y la bestia. Un hito del fantástico que aún hoy sobrevive a la velocidad con que asumimos las acciones más comunes: hablar, ¿escribir?, maldecir, prometer, soplar y soplarlas, palidecer a la evidencia infundiendo falso optimismo, lisonjear estridentemente pero sin florituras; reír y llorar y sacar al trol que llevas dentro, y así vomitar bilis y basurear y rugir poseído con él, tú multiplicado por tus múltiples identidades, a ese monstruo peludo que dice no sé qué sobre nada o sortilegios porque se aburre y le pesa existir como existe, solo y con un hambre atroz y rico hasta decir "para qué tanto para tan feo ser", tal vez Vincent Cassel en este a duras penas volátil facsímil dirigido por Christophe Gans (Silent Hill); que no es un remake, sino una adaptación polícroma y avasalladoramente fatua a partir de un cuento cuyas claves ya palidecían (hurguen en su masa, no en su nominación al Óscar a Mejor Película) en el que forjó Disney hace veintitrés años.

    La bella y la bestia

    Y es que, la única bestia más bestia que Bestia es Vincent Cassel. Quizá no hubiera hecho falta someterle a las extenuantes sesiones de motion capture, pues al fin y al cabo el pelo ya no es motivo ni causa de patologías psicológicas. Es natural. Nace y crece, a veces incluso sin fin, como una vegetación o una enredadera sudorosa adherida a esa pared que eres tú. El hocico, por otra parte, viene bien para ciertas labores expeditivas: olfateas mejor y el perfil adquiere tintes trágicos. Y en cuanto a las uñas, no me sean cerdos: córtenselas. Lo bestial no quita lo higiénico. Conque si Vincent Cassel es Bestia (con mayúscula), ¿quién será bella (en minúscula)? De nuevo el machismo pululando fabulosamente: la fragilidad que si fue que si vino; me cambio por mi padre a cambio de que no me obligues a, a quererte, sí. Porque eres feo. Y siempre estás enfadado. Total. Ella es casi-pobre y él, no. Su padre, un André Dussollier con fiebre altísima, acaba de perder una flota de barcos que iban llenos de usufructos en una tempestad. Eran casi-ricos y, oh, ahora son casi-pobres. Aunque la esperanza es aquí una póliza a todo riesgo: más tarde, a continuación, uno de los navíos aparecerá varado frente a la costa. Alegría intermitente porque los vientos cambian tras un duro revés burocrático. Con todo, la joven Bella tiene tres hermanos y dos hermanas tan superficiales como en tiempos pretéritos. Cambia el número de varones, pero las repelentes son ellas y son dos. No sufran. Lo mejor está por venir, y aguarda hasta el final. ¿Quién sino Léa podría ser —disculpen la rima— Bella? Más aún si entre la actriz (nadie discute su talento) y la productora del filme en cuestión, Pathé, existen claras conexiones familiares. El presidente es su abuelo, Jerôme Seydoux; y su tío abuelo Nicolas hace lo propio con Gaumont. Casi nada. Y, sin embargo, todo apunta a que la francesa carece del punto hierático y sublime que debería distinguir a una infanta de cuento; no sólo por su físico y su muy física expresividad traviesa sino por su aire totalmente contracultural, tal vez una pose inelegante que, no sin cierto brillo, se distancia de un tiempo canónico en plena Edad Moderna sin data fija. Lo contrario a Yvonne Catterfeld, pura seducción natural que toma el pulso al presente de la historia a través de no pocos flashbacks con ecos New age. Así, el director Christophe Gans dispone varias perlas con una sola cúspide: el climático enfrentamiento entre los "intrusos" —nótese Eduardo Noriega, que se adapta fríamente a su rol de bandolero con navaja o malote con ínfulas o villano residual— y unos gigantes de piedra que trituran enemigos a pisotones, dejando tras de sí con cada nueva zancada el detritus que una vez tuvo vida, como si ya solo fuese mierda seca arrojada sobre los parajes casi baumianos que rodean el castillo. Hombres que gritan y, después, se transforman en cromos sanguinolentos. Y, sí, duele. Visto lo visto, háganse un favor: no crezcan nunca. | ★★★★ |

    Juan José Ontiveros
    Redacción Madrid

    |Crítica de Gonzalo Hernández en la Berlinale 2014|

    Francia, 2014, La belle et la bête. Director: Christophe Gans. Guión: Christophe Gans, Sandra Vo-Anh. Productora: Eskwad / Pathé / Studio Babelsberg. Fotografía: Christophe Beaucarne. Música: Pierre Adenot. Reparto: Léa Seydoux, Vincent Cassel, André Dussollier, Eduardo Noriega, Audrey Lamy,Myriam Charleins, Sara Giraudeau, Jonathan Demurger, Yvonne Catterfeld, Dejan Bucin.

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