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    Libros | Jota Erre, de William Gaddis

    'Memorias de la Tierra', de Miguel Brieva | imagen: Reservoir Books

    'Transmentir' el caos

    crítica de Jota Erre, de William Gaddis, 2013
    Editorial Sexto Piso

    Algún día, muchos eones después, una silueta desgarbada barrerá con indiferencia todas las calles habidas y por reconstruir. Momentos encapsulados que escapan a vista entre nubes de polvo y reflejos especulares, sin más refugio que una biblioteca donde aún se conservan dos libros, dos mil páginas para resumir lo que algunos definen filosóficamente como "condición humana". Los títulos, Moby Dick y Jota Erre, se diferencian en casi todo pero coinciden en lo más esencial: su talento a la hora de revelar los triunfos y las miserias que alimentaron al hombre durante su brutal existencia. Así, la figura sin rostro leerá con avidez la epopeya escrita por Melville y luego, iniciará el también monstruoso aunque explícitamente caótico —"¿Dinero...?" (...) "Papel, sí" (...) "Papel moneda" (...) "Bast, ¿está dando un curso de lectura rápida, Bast? (...) "La mayoría de los alumnos que completan el curso de Dinámicas de Lectura pueden leer entre mil quinientas y tres mil palabras por minuto, Bast, esto hay que oírlo. Tom, rápido, dele un libro"— artefacto de William Gaddis, cuya verbosidad allá por la página número uno te lanza una batería de obuses cargados de endorfinas más o menos malévolas que, muy lentamente a una velocidad apenas imperceptible, colmarán tu adormecido cerebro. Sin más y sumando palabras sin fin, como un rifle de saliva o, mejor, de tinta imposible de secar; ya que el autor parece inmerso (por seguir con la analogía bélica, ejem) en una batalla contra sí mismo, quizá un bucle sináptico que lo excita y lo incita a seguir excavando hacia el absurdo porque sólo en éste reside la verdadera cordura o el más certero análisis sobre el capitalismo que llegó-violó-venció, para pudrirse eternamente bajo una segunda piel todavía más hedionda. Así, Gaddis se mancha como sólo lo hacen los grandes maestros suicidas, con un ejercicio de estilo que aun dinamitando ya entonces, en 1975 (año de su publicación), la frontera que separaba la ortodoxia de una vanguardia tipo Joyce, William S. Burroughs o Kurt Vonnegut, logró también por épocas haciéndose el cadáver literario (su tardía traducción al español, eso sí, ha contribuido sobremanera a consagrar su estatus de outsider) no sucumbir a la marginalidad de que sería objeto inmediatamente a razón de su arquitectura —y a pesar de su National Book Award—. O, si se quiere, por la etiqueta que discrimina entre "autores de culto leídos" y "autores de culo repelidos".

    El roto
    El Roto | El País
    Jota Erre abre con una disparatada conversación entre dos ancianas y un abogado que intenta sin suerte explicarse, al tiempo que ese par le cose un botón y lo interrumpe para contar anécdotas a cual más peregrina sobre algunos familiares, e incluso acerca del tiempo o "aquella vez en que...". El fin, por supuesto, es enredar al lector en una madeja infinita de yuxtaposiciones demenciales, describiendo así una hipérbole cuya fragmentación ("una obra de arte tiene comienzo, mitad y final, pero la vida es toda mitad") tan sólo existe en la dispepsia misma de las palabras, en la sintaxis venenosa, en los diálogos que se entrecruzan vertiginosamente. No hay respiro ni piedad: hay un loop, eso sí, una montaña rusa en la que el viajero del primer convoy amenaza con vomitar su "piscolabis" hipercalórico. Y, finalmente, es imposible discernir los muchos tiempos de acción que rebasa la novela. Un tratado sobre la importancia de desaprender a escribir para aprehender nuevas formas de escritura. Y una sátira —no lo digo yo, lo dice la sinopsis— cuyos protagonistas son un niño de once años que funda un imperio bursátil desde una cabina telefónica y un músico frustrado, Edward Bast, que es y está ahí, junto con el ya referido Jota Erre en una vorágine de panfletos y manuales y zapatos y cartas sin abrir con más y más publicidad e ítems esquizoides, sin saber muy bien por qué o para qué. "Un hombre en el periódico se ha pegado un tiro, se ha hecho una lobotomía perfecta, ¿ha leído eso, Cohen? Se apoyó la pistola en la sien y disparó, la dejó y se fue caminando, la bala le atravesó la cabeza y le hizo una lobotomía per...". No hay respiro, diremos, porque no hay aire que respirar. Apenas un color y un sabor: el del dólar. "Aquí hay una buena, ¿Bast?, ¿está despierto? Sobre un político que tiró a una chica por la ventana de un despacho, dice que ella le contó que sabía volar".

    Irrespirable, subversiva, incómoda. Un sinfín de interjecciones, un rumor de fondo, ecos pre-holocénicos, puntos suspensivos que surgen como por arte de sudoración. No me cuesta imaginarme a Gaddis frente a su máquina de escribir, absorto y absorbido por su propia historia, atrapado en una zona invisible donde las risas estentóreas directamente no suenan. Porque no hay nada. Sólo el vacío perverso. Que es mucho. Adviértase de que Jota Erre no es una excursión para todo público, más bien al contrario. Es un artefacto temible y, si me perdonan el prefijo, superabsorbente. Y con todo, los diletantes que aún siguen creyendo no ya "a pie juntillas" sino "a pezuña con mordazas" que la Novela es un abecé con múltiples puntos a unir, como uno de esos dibujos numerados que solían verse en los parvularios (uno, dos... dieciséis... ¡Un elefante!), y que el zumo de arándano es una bebida típica sevillana (Dan Brown dixit), encontrarán aquí su cicuta personal. Porque ya lo dice el sabio: "Todo depende de quién sea el dueño del buey que hay que sacrificar". Qué difícil, qué diversión. Bendito sea(s) tú, o sea usted William Gaddis.

    Juan José Ontiveros
    redacción Madrid

    Jota Erre
    Jota Erre
    J R
    de William Gaddis
    Traducción| Mariano Peyrou
    Editorial Sexto Piso
    ISBN| 978-84-15601-38-8
    Precio| 35.00 euros
    Número de páginas| 1.136
    Colección| Narrativa
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