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    Crítica | El efecto K. El montador de Stalin

    El efecto K. El montador de Stalin

    Fragmentos del pasado

    crítica de El efecto K. El montador de Stalin | de Valentí Figueres, 2012

    En la nota de prensa sobre El efecto K. El montador de Stalin (2012), el director valenciano Valentí Figueres define su película como una road movie histórica. En efecto, vamos de la mano del protagonista de la narración por la convulsa historia de la Rusia soviética desde sus inicios. Maxime Stransky es un joven actor con muchas ilusiones encarnadas en el poder revolucionario del cine junto a su amigo Sergei Eisenstein, con quien confrontará una manera de percibir el medio para el que trabajan. Uno estará más ligado a Kuleshov y sus posibilidades a través del montaje, mientras que otro preferirá el arte de Vertov por la importancia de captar la realidad. Ambos cineastas se mueven y progresan bajo la gran sombra de Stalin. Nuestro protagonista, Maxime Stransky, establece la pauta a seguir a través de los años en los que trabaja como espía del dictador ruso. Además, se convertirá en su montador, y se encarga de llevar a cabo misiones en diferentes países, donde recogerá muchas filmaciones que envía en cajas a su tierra natal.

    ¿Estamos ante un documental, o bien ante una ficción?, nos preguntamos constantemente. Llega un punto en que la realidad de la película se vuelve turbia, subsumida bajo la soberbia atmósfera construida a base de home movies y de secuencias grabadas para representar la vida de Stransky. Según el director del filme, el grueso de la historia es verídico, y se complementa con el personaje ficticio de Maxime (aunque basado en alguien real) que da ritmo al relato. Vivimos algunos episodios clave gracias a sus andaduras por Norteamérica: el crack del 29 con motivo de los millones de dólares falsificados que el espía consiguió introducir en Estados Unidos, el viaje en avioneta por el Polo Norte para escapar del FBI, el robo de los planos de la bomba atómica… Sin tregua, Stransky se ve obligado a cumplir cada una de las misiones que Stalin le confía personalmente, teniendo que vivir a caballo entre dos familias, cada una en un continente.

    El efecto K. El montador de Stalin

    El efecto K no es una película fácil de reconstruir, pues abre muchas vías de reflexión a las que el espectador debe hacer frente. Aunque ese es precisamente uno de los objetivos que Figueres tuvo en mente a la hora de realizar el film. Es decir, obliga a preguntarse qué ha pasado y cómo ha sucedido. La dialéctica realidad-ficción no es clara y necesitamos de una aclaración externa (lo que quizás haga le película menos accesible para el público general, pues de hecho no ha conseguido exhibirse en muchas salas pese a sus éxitos internacionales) o, quizás, de información adicional para entender mejor los acontecimientos, si bien sería un modo en que esta película gane fuerza. Hay una intención estética evidente, que primeramente juega con su necesaria reconstrucción de esas imágenes de archivo (imprescindibles por su mirada a la historia aludiendo a la idea de montaje y de erigir una memoria a través de unas imágenes recuperadas). El blanco y negro que pasa a sepia y a color, los juegos de sombras expresionistas que muestran a esa gran figura manipuladora que maneja los hilos de la historia… sin olvidar la importancia del sonido (la melodía recurrente y el buen uso de la música) y de una personal estructura a través de todos los fragmentos disponibles que hablan, precisamente, del tema esencial de la película: el montaje. El efecto K es la consecuencia del experimento de Kuleshov que, saliéndose de la perspectiva meramente cinematográfica, trasciende más allá para convertirse en un efecto K social, la manipulación de la sociedad gracias a un montaje por el que aquellos quienes manejan el poder puedan controlar la historia.

    El efecto K. El montador de Stalin

    Así pues, El efecto K pasa a convertirse en la narración de alguien que finalmente sabe decir no a la manipulación, que transgrede las fronteras del deber hacia sus líderes y decide plantar cara a Stalin mostrándole su último y atrevido montaje pese a que ello signifique su fin. De este modo, Stransky planta cara a una memoria que no le pertenecía, sale de la confusión provocada por un ensamblaje de acontecimientos que no le eran propios. Se trata de la confusión de una memoria incapaz ya de recordar lo que realmente ocurrió, como el protagonista de La prima Angélica (Carlos Saura, 1973) o la más reciente Vals con Bashir (Ari Folman, 2008). El efecto K. El montador de Stalin termina siendo un largometraje que pone en duda la memoria colectiva, el efecto que una manipulación puede suponer a esa memoria, posiblemente no a la primera generación, pero sí a las siguientes… (Véase la fotografía de Lenin dirigiéndose a la multitud, en que la figura de Trotsky fue borrada) Es decir, la relectura de los acontecimientos se hace necesaria, ese imprevisible pasado del que habla el montador de Stalin, según cómo uno aproveche el ensamblaje de las imágenes. La historia se puede contar de muchas maneras, y lo que nos queda del ímpetu de este soñador es su vuelta a los orígenes, al impulso de cambiar la humanidad a través del arte que le hizo penetrar con ilusión, junto con su amigo Eisenstein, en el mundo del cine. Así la película se convierte en una metaficción de la propia capacidad del cinematógrafo y sirve de metáfora para hablar del gran poder de ese dios sol llamado Stalin o, si se quiere, el gran montador. ★★★★★

    Pablo García
    redacción Barcelona

    España, 2012. El efecto K. El montador de Stalin. Director: Valentí Figueras. Guion: Valentí Figueres, Helena Sanchez. Productora: Los Sueños de la Hormiga Roja. Fotografía: Pablo García. Música: Luis Prado. Reparto: Jordi Boixaderas, Jordi Collado, Marisa Ibañez, Valentí Piñot, Anthony Senen. Presentación oficial: Gijón 2013.

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