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    Crítica | La gran familia española

    La gran familia española

    INIESTA Y EL CASO DEL HUEVO KINDER

    crítica de La gran familia española | Daniel Sánchez Arevalo, 2013

    Por fin, el 11 de julio de 2010, la selección española de fútbol eliminó definitivamente sus antiguos traumas. Décadas y décadas intentando sortear la derrota, un tiempo oscuro en el que varias generaciones de futbolistas sucumbieron a la cita por excelencia: el Mundial. Fue en Sudáfrica, en condiciones, decían, favorables (llegaban con el estatus de campeones de Europa, adquirido dos años atrás) pero temibles desde cualquier vertiente. Eliminado ya el fantasma de los cuartos de final como barrera atávica, no hubiera sido difícil sucumbir a la tensión, ni siquiera ante selecciones cuyas vitrinas parecían coleccionar —porque los coleccionan— ese trofeo minúsculo sólo en volumen. Aquel gol de Iniesta en la prórroga de la final evitó la estresante tanda de penaltis y fue simbólico por dos cuestiones: 1) su autor, un superclase manchego criado en la cantera del Barça, donde también había triunfado (y triunfa) al más alto nivel junto a otros compañeros como Xavi, Piqué y Busquets, representaba punto por punto la cara humilde del español medio. 2) Iniesta era la triunfal proyección de un modelo diferente, ajeno a la opacidad del establishment. Todos éramos Iniesta frente al televisor. Paradójicamente, y en contra de la opinión popular, aquel momento trascendía los colores de cualquier bandera, y era flexible ante las contradicciones propias de ese nacionalismo —tanto catalán como español— que se empeña en separar. Iniesta, aparentemente liviano y con la piel de harina y las entradas más poderosas de la historia de la alopecia no ya incipiente sino exultante, se convirtió en el protagonista que todos alguna vez hemos soñado representar. Un modelo de heterodoxia para un país que aún padece la sordidez del tardofranquismo. O sea, la desorientación y la ineficacia sistémica. Cicuta para el pobre.

    La gran familia española

    Así pues, eso que llaman industria del cine español es una burda quimera. Un intangible que, reflejo de la sociedad, reúne a un club de profesionales endogámicos que cada día pierde (o no gana, según se mire) a un buen puñado de trabajadores. Víctimas y verdugos que ahora no saben, no pueden reaccionar al mazo de ese filonazi con apellido ovino, y cuya vocación autocrítica es simplemente nula. ¿Qué le espera a un creador como Daniel Sánchez Arévalo? O mejor: ¿qué le espera al futuro Sánchez Arévalo, a ese ilustre discípulo del esperpento que cobijara Valle-Inclán? ¿Acaso no surgirá en nuestra anhelada industria otro Urbizu que nos propine un palo en las costillas? Difícilmente podrá la cinematografía española hallar a su héroe colectivo, ese instante volátil que certifique el cambio de paradigma, la supresión de esa barrera psicológica que nos convierte en simples voyeurs que miran atónitos, no sin amargura, a sus vecinos. Porque si el cine es un espejo de las inquietudes y la realidad (modificada) que nos comprende, España está en coma desde el año 1936. Y Sánchez Arévalo no tendrá más remedio que hacer concesiones a las grandes empresas, esto es, a los principales grupos de comunicación con el ojo en la taquilla y la lucidez mermada. Detalles que advierto en La gran familia española, cuarto y último filme del cineasta que deslumbró con su ópera prima, Azuloscurocasinegro. Una historia supeditada al amor, a la frustración, a los obstáculos que debe saltar un joven cuyo impedido padre le obliga a seguir con el trabajo de éste como portero en un bloque de viviendas. Allí, el director madrileño descubrió a dos talentos emergentes —Raúl Arévalo y Quim Gutiérrez— y recuperó a un genio minusvalorado —Antonio de la Torre—; y se autobrindó el trampolín en el negocio de hacer cine. Fue sin duda el mejor y más admirable debut en la historia reciente.

    La gran familia española

    Hoy, tras firmar sendos largos que dividieron a la opinión, regresa con otra comedia agridulce ambientada en un pueblo durante la final del Mundial de Sudáfrica. Concretamente en la bonita casa donde ha de celebrarse la boda entre un chico y una chica de apenas diecisiete años. Se casan de penalti, con el alegre consentimiento de padres, madres, hermanos y bisabuela. Todo ello en una trama con visos de subtrama que alterna el gag (herencia de cierto indie norteamericano) con la reconocible comedia grotesca que instituyeron, a nivel (inter)nacional, Berlanga y Azcona, o Azcona y Berlanga, pues el guión va antes que la dirección. Con la referencia directa —imágenes y sonido en primer término— a Siete novias para siete hermanos de Stanley Donen, el aquí firmante Sánchez Arévalo presenta a una familia de cinco zotes que enfrentan la temida e irreversible desaparición de su enfermo padre, quien sufre una angina de pecho en mitad del convite, mientras sus retoños ya creciditos enfrentan sus problemas personales que, sin embargo, incumben a todos. Hay un depresivo —Antonio de la Torre—, un médico que regresa de Kenia tras dos años de voluntariado en aquel país, un disminuido psíquico con gorra, un treintañero a dieta que espera nervioso la llegada de su hermano el misionero, y por último el novio, ese rubio quince años menor que el más pequeño de la familia. Aprehendido el concepto de reparto coral, y sabedores del nervio conciliador que caracteriza a esta propuesta atípicamente costumbrista, nos queda asentir con gesto de gratitud a los instantes en que despunta el humor, la frase entrañable, la sonrisa cómplice, la sensación de "todo saldrá bien, querubín". Pocos aunque efectivos. Y en efecto, insuficientes. Aun siendo una película digna, cuyo principal interés narrativo reside en el intercambio de voces que se sucede en pantalla, fruto de un montaje alterno que potencia el ritmo e inflama la estancia.

    La gran familia española tiene escenas incomprensiblemente extemporáneas —véase el número musical durante la ceremonia—, que aluden a un homenaje innecesario. A esa nostalgia mal entendida o quizá mal planificada, que deja al respetable con una sensación creciente de bochorno, no tanto por la canción en sí (otra nadería de radiofórmula) como por su nulo encaje dentro del puzle. Es algo que se repite en esta película, que prometía más —es precandidata a los Oscars— de lo que ofrece. Y no explicaré el Caso del Huevo Kinder porque es un spoiler, y yo quiero que pasen por taquilla. Soy lo que se dice un cinéfilo patriota. Seguiré esperando. Tengo fe en Caníbal, donde por cierto, también aparece el ubicuo Antonio de la Torre. Otro Iniesta sin ínfulas. Ese mago que invita a soñar. ★★★★★

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    España, 2013. Guión y dirección: Daniel Sánchez Arévalo. Fotografía: Juan Carlos Gómez. Música: Josh Rouse. Reparto: Verónica Echegui, Antonio de la Torre, Quim Gutiérrez, Roberto Álamo, Héctor Colomé, Miquel Fernández, Patrick Criado, Arantxa Martí, Sandra Martín.

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